SANGRE
DE ARDIENTE EUCARISTIA Nicasio
Urbina Al
poeta Alfonso Cortés B. FUGA
DE OTOÑO
DESDE EL LABERINTO PRIVADO
Salir de casa fue recibir sobre la cara el sol abrazador.
La epidermis castigada por la energía primordial.
Somos seres alimentados por energía solar. El astro del trigo y la fertilidad, el astro de las sequías
y las grandes mortandades. Las
sombras de los grandes cedros. El
sol embrutece, embota. Camino con
paso decidido aunque tambaleante, con rítmico vaivén.
La señora que me acompaña
en el infeliz acto de esperar el autobús es una mujer revolcada por la vida,
sudorosa, el entrecejo arrugado defendiéndose del sol.
He dejado las sombras de mi cuarto, los espíritus escondidos en las
gavetas, los sueños de los áticos polvosos.
Allá ha quedado la existencia privada, solitaria, el Bonifacio de los
rincones oscuros, de los libros estrujados, de las miradas profundas.
Al cabo de una larga espera el mundo se vuelve un huir despavorido. Las escenas son fugaces, vistas desde una perspectiva oblicua
y siempremutable. El autobús aúlla
entre las aceras, requiebra en las esquinas, se impulsa raudo por las avenidas;
determinando indirectamente
Y llegarás a un aula de ángulos rectos, un espacio abyecto para una
clase de literatura. Al descender
del urbano te desolará la amplitud de los campos, la prepotencia de los
edificios. Caminarás cabizbajo,
con las manos enfundadas y ese cuadernito de notas bajo el brazo: pesaroso.
Podrías poner mejor cara en un día como este en que habrán saludos y
alegrías. Te encontrarás viejos
conocidos. Los verás desde el pórtico,
conversando, y sabrás que vas a ellos inevitablemente; aunque te aclaman deseos
de torcer, volverte y tomar agua y caminar en sentido inverso, o simplemente
tratar de pasar de largo, así, ensimismado.
Descubrirás una voz que te saluda, que pregunta; te asombrará tu tono
agradable, tu humor jovial. Hablaban
de ti, por casualidad. Eso te
inquietará; sabes que siempre que se habla de otro se yerra.
Al partir te sentirás a salvo: no descubrieron tus ojos humanos tratando
de ver en las tinieblas. Al entrar
en la sala de clase te herirán los filos de las paredes que se unen, esos filos
que por vertirse hacia afuera, hieran por dentro.
Después de todo la vida es una continuidad de retratos dispuestos en
orden cronológico. Al bebé
acostado boca abajo tratando de conseguir el infinito le sucede un niño con
chupeta que se sontiene en un gran peluche.
Luego viene la mirada del que ha descubierto el yo en las percepciones
sexuales. Por allá una mueca callejera aprendida en las adventuras de
algún cauce inmundo. Para qué
tendré esas fotografías alineadas en la pared.
La última muestra a un adolescente de ojos taciturnos. Ese soy yo hace dos años.
¡Qué absurdo! Ese no soy
yo ni en el momento en que el fotógrafo alemán imprimió la placa.
Cómo puedo guardar semejantes falsificaciones de mi propio ser:
Bonifacio al recibir su primera comunión. Abajo una caricatura despistada:
un garrabato de mis rasgos menos particulares. Siempre serás un impostor Ledesma. El pobre hombre ha de creerse un artista.
Pensándolo bien, el retrato es un aspecto repugnante, no hay duda.
Quizá el autorretrato pueda ser digno de confianza: al menos el culpable
es la víctima. Cada hombre tiene
sus propios medios de buscarse. No,
¡qué va!, la mayoría cree situarse plenamente y deja de buscarse. Sí señor; así lo pensaba Alfonso Cortés cuando empezaron
a creerlo loco.
Me incorporo y respiro fatigosamente, la lengua fría chupando el filo de
los dientes. Camino por la vereda
husmeando los troncos de los árboles hasta que siento el olor fuerte,
ancestral, el tufo, el llamado de la especie:
prefiguración del olor demoníaco de la hembra en celo.
Doy vuelta en derredor del árbol buscando el poniente, el conocimiento
atávico, y levanto la pata.
Envuelto en la niebla de una discusión tratarás de comparar -siempre la
vieja manía de comparar- los momentos de trance con la conceptualización de
esos momentos. Tú también te sentirás mordido por la serpiente del bien y
el mal y querás dar tu opinión. Nadie
ha acertado según tu punto de vista, y tú lo estás viendo tan claro antes de
traducirlo en palabras. Son tan
desafortunadas las que escuchas que bien vale la pena callarse.
Pero no podrás dejar pasar esta oportunidad después de que lo has
rumiado tanto. Probablemente la
tuya, ya convertida al estrecho mundo de las dicciones resulte tan mezquina como
todas. Pero tú sabes -tú lo sabes
bien- que la razón predomina a lo largo del proceso creativo, que no hay
inspiración mágica (qué va: bajarán las musas con su lira en la mano) sino
inspiración de vida. El genio no
percibe soplos celestiales sino desasosiegos humanos, alegrías infantiles, sueños
pavorosos, culpas y remordimientos, deseos pervertidos, risas, euforias, o el
momento sublime en que un beso deseado transforma la esencia.
No; si hablas te pierdes. Lo
sabes desde que descubriste que sólo dominas el lenguaje de los peces, sin
repliegues, sin engaños. El otro,
el que utilizas para escribir tus obsesiones, sólo te sirve como el sonido de
una válvula de escape. ¡Por
supuesto que no es racional! Cómo
podría ser racional la imagen de un hombre destrozado nerviosamente, al punto
de arrancarse las uñas de los dedos, sentado en el piso en una penumbra
incipiente, escuchando por enésima vez la gravación de un poema de Hesse con
un fondo musical de Tchaikovsky, mientras va forjando un personaje joven,
semejante a él pero diferente, infeliz pero intenso, grave y profundo, con el
ridículo nombre de Bonifacio.
Este es un encuentro, mi querido amigo, me digo a mí mismo.
Los encuentros entre esta rara especie humana no son ni más ni menos que
el vulgar encontronazo de dos autos en una intersección.
Nos recreamos, nos hacemos daño, nos cambiamos.
Después de un amor nos quedan costumbres y manías que parecen
reproducir a cada instante a la persona que las originó.
En los encuentros suceden cosas así: inexplicables.
Seres cuyo solo timbre de voz me insulta, seres cuya mirada me turba y me
desconcierta, seres cuya presencia me eleva y me conforta, seres que me sojuzgan
y manejan. Porque, Bonifacio, el
que menos ha gobernado tu vida eres tú. Has
estado a merced de los otros, de los extraños que te rodean y sólo has
existido gracias a ellos. Cuando no
ha sido así, has estado preconcebido por esa bestia aún más temible.
Tú hubieras sido un arquitecto, Bonifacio, un constructor, un erigidor -perdóname
la palabra-. Pero esa bestia te llevó a lo peor, a lo más bajo.
Tú habrías removido montañas, desviado ríos, modificado los soles;
sin embargo te has conformado con ser un imitador de imperfecciones.
Y todo porque esa bestia se meció un día en los juegos de tu cama, y
desde entonces te dirige.
No tendrás que reconocerlos porque ellos te reconocerán a ti.
Serán redondos y grandes, verduscos, con un fondo turbio que te recordará
el alma de la que hablan ciertos desatinados.
Te mirarán una sola vez, fijamente, y penetrarán tan profundo en tu
voluntad que no tendrán que mirarte de nuevo.
Tú los buscarás a menudo, implorando conmuten una pena sin fin; pero
los verás pasar con desaliento, saltándote sin verte, aunque ejerciendo sobre
ti esa desconocida influencia que tiene el amo sobre el perro.
Cuando más a salvo te creas te encontrarás diciendo las cosas más
inauditas, y cuando en tus gestos busques alguna explicación, encontrarás una
sonrisa burlona de satisfacción y desprecio.
Entonces bajarás la cabeza entre arrepentido y resignado, y tratarás de
escribir algo, para explicarte. LA CAVERNA COMPARTIDA
Mira, Bonifacio, tendrás que sufrir mucho, -me repito entre fascinado y
espantado-, tú escogiste un día el camino.
Sé que no fue una elección libre, sé que decidiste por una fuerza
subterránea cuyos orígenes te conducen irremediablemente al animal, a la
bestia altanera que te acosa en cada momento de soledad.
Aún así, Bonifacio, tu optaste un día por dedicarte al vulgar quehacer
de imitar a los hombres, y por tanto tienes que pagar el precio.
LLegarás a tu casa cansado, maloliente, con el sabor en tus labios del
sudor reseco: salobre y dulciamargo. Meditarás
unos instantes bajo el cancel de la puerta y sentirás el inaprehensible miedo a
lo cotidiano, el hastío de los muebles, de los adornos sobre las paredes; el
cansancio de las canciones invariables, de las litografías estáticas. El olor que al abrir la puerta te abofeteará iracundo y satírico:
es el olor del animal enjaulado. Más
que el hedor de las heces y la carne putrefacta es la descomposición del espíritu,
la fermentación del amor en las soledades, los ciclos del pensamiento puro que
también destila sus gases. Pero al
fin te decidarás a entrar por esa puerta y te aventurarás sin luz, pensando
que acaso en la oscuridad descubrirás los perfiles ignotos de tu cubil
cotidiano. Te asombrarán los
resultados. El espacio es mucho más
grande cuando no lo limitan esos estúpidos parapetos, esas paredes insalvables,
y sentirás esa agradable sensación de reconciliación con el infinito, con el
universo negro e insondable del que un día emergiste.
Vivirás los instantes más reveladores de tu vida, al descubrir la
totalidad en la ilimitada concreción de la negrura; ese espacio donde las cosas
no existen por sí mismas, sino que conviven en el todo.
Pero los momentos de mayor intensidad tienen el grave defecto de ser
pasajeros, casi efímeros. Pronto
tus ojos empezarán a recortar de la cartulina negra las formas vetustas de las
cosas, sus contornos y perfiles, y te encontrarás con un mundo muy parecido al
orden lumínico, sólo que en vez de estar compuesto por colores estará
integrado por sombras. Te invadirá
un desencanto indecible, una depresión envolvente, y con demoníaca intensidad
sentirás la soledad interna, inmune a las multitudes y las compañías.
Te alejarás de tus recuerdos y de tus nostalgias, y vivirás existencias
ajenas, sublimes y degradantes.
Pero al final siempre se cosecha, se aprende.
Tanto la sorpresa como el desengaño son parte del proceso cognocivo
¡Si alguna vez me aproximara a este acto! El lenguaje -el que empleo para escribir estas reproducciones
bastas- es un arma traicionera, desconfiable a todas luces.
Cuando empecé a escribir lo hice compelido por la necesidad de fijar mi
existencia, de precisarla en algún recodo de esta ciénaga.
Entonces creí que el lenguaje era un artificio preciso.
Más tarde me fui desengañando, me fui percatando que la búsqueda de la
palabra precisa era compuerta a insalvables disgregaciones.
Por eso creo que de haber un lenguaje unívoco -jamás he descubierto más
allá de la geometria analítica- tendría que ser el lenguaje de los peces.
Sin embargo he de admitir que en mis incontables naufragios las palabras
han sido un asidero, un punto de referencia, aunque éste sea como el lastre que
se amarra a un cadáver para impedirle que vuelva a la playa.
Al dejar el taller caminarás acompañado unos minutos.
Conversando, discutiendo aún las imprecisiones pendientes.
Notarás en algunos rostros desconsuelo: una mirada lánguida, una mueca
balbucente. Y no sabrás si esa
intuición es una realidad en el otro, o una proyección tuya.
Se despedirán en forma extraña, estólida; y el recuerdo de aquella
mirada marcará esa noche y los días subsiguientes.
Cansado de revolver las mismas instantáneas saldrás a la calle.
Te acercarás a un hombre detenido en una esquina con el pretexto de un
cigarrillo. Tú buscarás los ojos
tratando de descubrir la misma desazón, consolándote con que la peste no te ha
atacado solo a ti y a los tuyos -no a tus familiares, a los tuyos- sino a toda
la especie. Te acercarás a las
prostitutas que merodean en los portales pero su risa será llana.
Entrarás en los bistrós protervos y beberás en las mesas, a la luz
rojiza de los candiles. Ebrio y eufórico
te irás cantando canciones soeces por las calles desiertas, con la pena
aliviada por los antídotos, pero con el germen enquistado.
Perdido en no sé qué tugurios, encontrarás un llanto mantenido,
susurroblasfemiplegariamentesostenido. Te
acercarás sigiloso y enigmático. Es
el rostro que se te brinda verás los estragos de la lucha, los negros
cardenales, el labio estripado; reconocerás en unos ojos compungidos la pena y
la desolación, el camino abrupto, la inutilidad, la impotencia; y te encontrarás
tan idéntico, tan fielmente reproducido, que no podrás impedir la urgencia
inaplazable que emerge de ti, y te abalanzarás sobre ese cuerpo frágil y
hambriento, hundiendo tus dientes caninos en el cuello hinchado, sintiendo en
tus fauces un desgarrarse de músculos y venas, de senos henchidos de miel, de víceras
rezumando sangre caliente, en la desesperada búsqueda de tu esencia robada quién
sabe cuándo, en quién sabe qué existencia.
Desde que tus ojos me reconocieron no hago más que buscarlos.
En su fondo turbioverdusco residen mis más íntimas voluciones: fuera de
mi arbitrio. Las cláusulas que
entrelazo en la intimidad -no hay vocablo mas falaz que este- de mi cerebro
vienen dictadas por una entidad indefinible, y por tanto omnipresente.
Eres tú la que me obliga a cometer estas iniquidades.
He logrado precisarte en varias visiones.
Primero te recuerdo como una bestia antediluviana, enorme tú en
contraste con mis dimensiones infantiles. Luego
fuiste tomando otras figuras más sutiles:
el daguerrotipo de una bisabuela colgado en un ineludible pasadizo, un
amigo mayor, un personaje de Salgari. Palautinamente
te trasladaste a nuevos campos de batalla y descubriste tu bastión en unas
caderas bamboleantes, en unos labios rojos como la sangre, en unas piernas
largas como sierpes. Siempre me
dominaste, siempre me hiciste sentir sojuzgado, uncido a tu yunta. Después no te conformaste con mi secreto vasallaje, sino que
me obligaste a confesarlo, a dar testimonio de mi dependencia en libros
exasperantes. Secretamente sé que
me has conducido al través de mundos extraños que jamás localicé.
Y ahora apareces tú, con tus ojos verduscos y el movimiento afrodisíaco
de tus caderas, para obligarme con tu presencia a contravenir mi voluntad, a
ejecutar tus designios. La sombra cuya sombra somos, como el viento de espíritus de
Alfonso Cortés, que estando aquí, de allá me llaman.
Volverás a tu cuarto en una hora intermedia entre el ascenso del astro y
el ocaso lunar, e irás directamente al libro sin portada, envejecido no soló
por el tiempo sino por las desvastadoras búsquedas.
Reelerás más con la memoria que con la vista los poemas fatigados, esas
coartadas del alma en que ambos se confunden, hasta que bajo los arcos de un
cuarteto te entregues por completo a los dioses del sueño. BAJO LAS SOMBRAS DEL CREPUSCULO
Un taller es el haz de fuerzas creadoras compartiendo el trance de la
transfiguración poética, el compromiso del autor frente a la obra creada, un
juego polifacético con los seres que a mi lado se enfrentan con su creación.
Eso es un taller literario, me decía viendo al techo de mi cuarto,
vagando por remotos senderos de la fantasía.
Tendríamos que vivir todos juntos, compartir la intensidad del esfuerzo,
convivir con y en los personajes a los que hemos dado vida, con los que nos
hemos comprometido y por los cuales somos responables.
¿Podrían vivir con sus personajes a cuestas el resto de sus vidas?
Conversaba con mis conocidos en su ausencia con más libertad y holgura
que en los diálogos reales. Es el
retorno a la idea del espíritu comunitario, la vida intensa de la figuración
artística, creacional, donde el trabajo no es la obligación del hombre sino su
razón de ser. Los rostros
conocidos gesticulaban sus argumentos, hablaban no tanto por sus palabras como
por sus expresiones. Trataban de
elucidar las zonas oscuras de la prosa. Sería mejor si cada uno hablase de su
experiencia, buscando en sus rincones internos la explicación de sus figuras,
el código de su lenguaje, el origen de sus temas.
De esta forma tal vez podríamos llegar a conocernos, o al menos, a
comprendernos. Pero, cómo develar
mis cicatrices ante esos rostros extraños, como vencer el pudor y la vergüenza.
El artista se compromete con su obra porque es un miembro de su vida, el
verdadero artista, el que siente la palpitación de ese ser vivo que se debate
entre el desierto y el mar. Un
taller debe ser eso: el compartir la catarsis sublime de la creación, el
coexperimentar la transustanciación única del elemento real en figura
literaria. Esa comunicación
inexplicable que Cortés definía muy bien diciendo:
"Abro para el silencio la inercia de la fluída/ distancia, que no
vemos, entre una y otra vida/ y tras la cual las cosas que miramos, observan..."
Esa llamada fugaz, perceptible sólo a unos cuantos desafortunados;
Bonifacio, quién te dice que es compartible.
Se comparte un bocado o un beso, pero nunca un fantasma.
Me lo digo tomándome por sorpresa, al asalto, y no sé qué responderme.
Cortés lo sentía sin duda, recluído en un asilo o en unos versos:
"Yo elevaré las vastas esencias que de mí tienen una idea conforme,/
y uniré los detalles de Forma, Luz y Acento/ que unifica la pálida lejanía
del viento." Cada hombre lleva
un poeta por dentro, aunque a veces esté dormido.
Hace falta despertar a ese titán encantado y que arda el sol esa frente,
hasta encontrar la idea conforme de la que habla el poeta Cortés.
De frente al techo concreto, impenetrable, como un gigantesco émbolo
sobre mi cabeza, divago por desconocidas dimensiones del diálogo.
Llegarás en el autobús al término de tu viaje, cuando sólo queden tú
y el conductor indiferente. Sentirás
deseos de acercártele como cuando niño, curioso y sorprendido, y preguntarle
por el uso de botones y perillas. Quisieras
que te dejara volver en sentido contrario, como cuando niño, viendo por la
ventana el mundo precipitarse en sentido inverso.
Caminarás hacia él formulando las frases, más al llegar las encontrarás
ridículas, y leerás de antemano en su cara las marcas de la sorpresa y el
estupor. Te bajarás avergonzado,
sin decir palabra. Caminarás bajo un cielo diáfano, ausente de presagios,
mezclado en una brisa fresca: la grama muelle amortiguando tus pasos sin huella,
internándote paulatinamente en el bosque.
Siempre te sorprenderá la profusidad de la naturaleza, sus mil variadas
formas y su espíritu único. La
repetición de una esencia en diversas manifestaciones.
Es tan ingeniosa la vida que no alcanzarás a imaginar sus posibilidades.
Desde las tenaces hierbas hasta los milenarios gigantes, desde las larvas
más minúsculas hasta los hombres: ese
engendro de la creación desafortunadamente conciente.
Vagarás sin preocuparte de situación y dirección, alegremente perdido
en las hojas moribundas de los árboles. Llegado
a un paraje desierto te tumbarás en el suelo, viendo por entre las hojas las últimas
luces del cielo, los destellos fulgurantes del sol, los anillos luminosos de la
claridad descompuesta. Pensarás
que todo es expresable en figuras, comunicable al otro que te lee.
La vida puede ser bella, tremendamente bella, si se localiza ese paso,
ese puente entre tú y tu interlocutor. Sentirás
que es tan fácil hacerle llegar en sus justas dimensiones la impresión sentida,
que justificarás tu existencia. Pero
recordarás que no es así, que tú has luchado mucho por comunicarte, que has
agotado la sintaxis para lograr la frase que te explique con precisión, pero
siempre has terminado por renunciar a la palabra para limitarte a una mirada
oblicua, a una expresión de tu rostro. Te
erguirás ya de noche, caídas las sombras sobre el mundo, y caminarás
arrastrando los pies, removiendo las hojas muertas, sintiendo que únicamente
modificas el mundo que te rodea de esta manera esporádica.
Tu orden es ineludible, imperiosa. En
silencio me conduces por parajes desiertos y áridos, cogido de la mano: como al
loco que conducen a la sala de tratamientos eléctricos.
Por qué me obligas a confesar mis debilidades, por qué te empeñas en
descubrirme. Bastaría que clavaras
tu mirada verdosa en mi rostro para que yo claudicara a mi insurgencia. Pero,
obligarme a escribir los versos de mi derrota...
No es sólo un castigo, es una revelación forzosa.
Así es Bonifacio, el mundo es así y tú no podrías cambiarlo, me decía
a mí mismo. Sí, Bonifacio Ledesma,
tendrás que acoplarte a la vida o revelarte.
De ti depende. Si te reconcilias con la sociedad podrás ser un ciudadano
feliz, acomodado; serás uno más entre miles; pero al menos llevarás una
existencia soportable. No te engañes;
entre los millones de hombres conformes también hay aspiraciones, soledades y
derrotas, hay sentimientos y fantasías. Esos
hombres sufren y gozan. Lo que sí
te acepto es que lo hagan con menos intensidad, con más armonía.
Pero si has de tomar el camino de la insurrección, habrás de prepararte
para un sendero pedregoso y solitario. Tendrás
que viajar simpre alerta, siempre prevenido, expectante.
Encontrarás algunos hombres que han tomado tu camino y serán buenos
compañeros de jornada. Con ellos
podrás compartir tus sonrisas y tus lágrimas, pero siempre habrá un recinto
de tu alma vedado a sus pasos: semejante al que en su alma se esconde a tu
mirada. Así es esta vida, Ledesma,
un archipiélago inmenso y turbulento. Tú,
que has decidido ser un constructor de puentes entre estos islotes, debes
considerar que el suelo es blando y que las bases de tus obras son deleznables.
Caminarás por quién sabe cuántas horas en medio de un bosque de
gigantescos robles, empequeñecido no sólo por las dimensiones de los troncos
sino por el peso de tus soliloquios. Andarás
obsedido por hostigadores fantasmas, indiferente a todo en la oscuridad de la
noche hasta que un llamado animal te saque de sí.
Buscarás en derredor el origen del mensaje, más la oscuridad será
impermeable a tus anhelos. Emplearás
el oído para localizar su posición, pero comprenderás que no es una voz
situada en el espacio sino en la escala del tiempo, y que el lenguaje que
escuchas no pertenece a tus páginas sino a las profundidades del mar.
He estado esperándote, -le dirás inocentemente-.
Me has buscado, -te contestará-, en el lugar erróneo como siempre.
Tratarás de explicarte pero será implacable.
Sólo el que me busca en el lugar exacto me encuentra.
Tú le dirás que lo habías inventado en algunos sueños premonitorios,
pero su respuesta te enseñará que la intuición pertenece solo al mundo de los
hmobres y el lenguaje. Le hablarás
de las horas enteras frente a una pecera observando el mundo enigmático de los
comentarios ondulantes, de las miradas ininterrumpidas, de las hipérboles
exactas. Notarás que su tono es más
suave, más confidente, y que sus expresiones encierran un cariño profundo, una
parentela. Sentirás sus respuestas
claramente, sin relieves, sin ambigüedades, y el éxtasis de la comunicación
plena rebozará tu espíritu sediento. Exige
tan poco esfuerzo explicarte de esta manera, que el diálogo es un descanso, una
forma del esparcimiento. Le hablarás
de tu cuaderno de poemas, de los personajes que malamente trajiste a este mundo,
del amor que has perseguido en vano, de los ojos fulminantes que te acosan.
Y sus respuestas serán parcas pero totalizantes.
Al final tendrá que pedirte que lo dejes, que vuelvas a tu mundo.
Espantado y trémulo le pedirás un reencuentro.
Te atemoriza perderlo para siempre, volver a tu soledad, a tu
incomunicabilidad. Y su respuesta será tan llana que partirás contento,
renacido. |
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