2da. parte SANGRE
DE ARDIENTE EUCARISTIA
LA HEJIRA
Estoy acorralado en un poema de siete versos que resume mi existencia -no
los hechos formales sino el devenir del ser- y me siento doblegado por su
hechizo. Aunque aún no ha cobrado
forma en la conciencia de mi intelecto, ya lo siento bullir en mis arenas con
palabras compuestas de miradas y sonrisas.
El poema que he estado buscando por semanas y meses ha empezado a
conformarse en mi inconciencia. "Hilo numeroso de interrumpidas secuencias/ que condena
al hombre a una existencia precaria".
Si pudiera fijarlo a los espacios desiertos de mi mente y vivir sus metáforas
simples, asir sus dimensiones metafísicas. Pero no es así. Estoy
acorralado entre siete acordes. Siete
extraños que me rodean en un heptálogo que no entiendo, un heptaedro
impenetrable. Los primeros planos
de sus rostros pálidos, cadavéricos, desesperadamentacosincansables.
Los ojos turbioverduscos que se parapetan tras las imágenes simples que
trato de explicarme. Sé que tú estás tras estos calvarios poéticos de la
existencia, acechantementalertidespierta, los parámetros de mi desierto, dunas
erráticas a las que fijo mi existencia. Y
me encuentro aquí, acorralado en la siempremutable dirección de un devenir
ubicuo e inlocalizable.
Escúchame Bonifacio, escúchame aunque sea la última vez que escuchas a
alguien en tu vida, me decía una tarde lánguida.
Tienes que sobreponerte, extraer fuerzas de tus venas abiertas, y
enfrentarte a los seres que te centriconforman.
Tú has sido un rebelde en los más endemoniados campos, pero has
condescendido con tus amos. Aunque
te sorprenda y te indigne, Bonifacio, acéptalo.
Has sido débil en tus caídas y sumiso con tus adversarios.
Te lo digo yo que te he visto reptar hasta la pata ungulada y regodearte
en la corrupción de la carne. Tú
te has imprecado innumerables veces, y has llorado de miedo ante las visiones
estertóreas del deseo, pero has dejado que un extraño te domine y has
completado siempre, indefectiblemente, el ciclo trazado por la mano foránea.
Rebélate Bonifacio, no temas a la atrocidad del crimen ni a la posesión
de la sangre. Esas son sólo formas
externas. Es más excecrable la
condenación en que vives, la voluntad manejada por recursos de quiromancia, tu
vida de zombi.
No sabrás cómo llegaste a estos parajes inmundos.
Tomarás conciencia de ello como se toma conciencia del despertar tras un
sueño tan pavoroso que impide el sobresalto.
Abrirás unos ojos desmesuradamente grandes, casi perdidos en unas órbitas
galáxicas, y permanecerás tirado en el suelo, sin atreverte a mover un solo músculo
de tu cuerpo. Con tu mirada
recorrerás el perímetro del escenario entrecortado por desperdicios, tratando
de encontrar en los tachos de basura el peligro que tu espíritu advierte.
Tu fino oído percibirá el murmullo de un incisivo perforando un hueso.
Más habituado al desconcierto tratarás de olfatear los sonidos que te
circundan; pero será tan hiriente la permutación que tu sentido sólo te
llevará al asco, a las inminentes arcadas.
Por fin encogerás tus patas impulsando el tronco, y lograrás una
distancia entre la piel suave de tu abdomen y la alfombra muelle, pestilente.
Impulsado por tu espíritu de espeleógo empezarás a husmear la abrupta
geografía, la cabeza casi rozando un piso fluctuante, y en medio del caos de
olores desubrirás la piel grisácea, el hocico obtuso escondiendo los mortales
incisivos. Retrocederás hirsuto, los músculos de tus patas tensas, el
tronco echado hacia atras, pero tus ojos monocromos no te permitirán percibir
la figura camuflada en la penumbra, atravezando el espacio con cualidades aéreas
hasta estrellarse en tu costado, a la altura del muslo, clavándote ponzoñosa
el marfil de sus dagas. Impulsado
por el dolor dirigirás tu hocico hacia el empalme de tu flanco, buscando en un
vacío ciego el cuerpo inmundo que viola tu ser.
Enfrentarás a unos ojillos negros tus fauces erizadas de dientes,
sintiendo cómo por dentro tu carne está siendo roída, desgarrados tus músculos.
Y apresarás entre tus mandíbulas aquel cuerpo fofo, asqueroso, y
apretando con la ciega fuerza del asco y el dolor, estriparás su fláccido ser
sientiendo una sangre morácea lavando tus fauces.
Sin haber aún ultimado a tu verdugo sentirás furiosos hincones en tu
cuerpo, y verás en derredor nubes de ratas emergiendo como muchedumbres,
blandiendo simbólicos sus dientes roedores.
Entonces comprenderás que el repliegue no es cobarde sino simplemente
inteligente, e impulsarás tu cuerpo con una fuerza inusitada, coordinando tus
movimientos con una armonía de pavor desbocado.
Correrás saltando los baches de sobrantes putrefactos, sintiendo aún
unos dientes pequeños pero flagelantes hendidos en tu carne.
Huirás despavorido por el medio del basural hasta llegar a un callejón
elíptico, de bujías apagadas por la miseria y corros temibles agrupados en las
esquinas. Te creerás a salvo de la
pendencia, fuera de ese mundo sórdido, y pensarás que has ganado la esfera
tibia de la comprensión y el amparo, cuando una lluvia de pedradas se abatirá
sobre tu lomo y escucharás improperios y lisuras. Cabizbajo huirás por una callejuela húmeda, salpicada de
obstáculos, y sin saber cómo te encontrarás en una avenida extensa, presa de
un tráfico enloquecedor. La
atraversarás entre un estruendo de motores y frenazos, cegado por ígneas luces
y gritos de terror. Alcanzarás el
andén tras una constelación de insultos, atropellado por la furia de un tranvía,
y atravezarás la plaza donde grupos animados perpetúan su tiempo. Sin saber por qué correrás hacia las desleídas luces
intermitentes en un repentino aguacero, sufriendo las risas de las niñas y las
coces de los hombres que transitan por el parque. Al otro lado te internarás por una calle concurrida, escurriéndote
por entre las piernas de los transeúntes, escuchando los gritos de las
prostitutas que regatean en los portales, y entrarás asustado en un recinto
oscuro poblado de mesas y de parroquianos que buscarán refugio causando un
revuelco de muebles. Sentirás
sobre tu lomo el impacto del cristal y las patadas, escupitajos de desprecio,
miradas burlonas, y correrás más despavorido aún, buscando ahora la puerta
por la que en un momento entraste, trasponiendo la calle y alejándote por un
callejón empinado. Huíras
persiguiendo la oscuridad lejana donde creerás vislumbrar una tranqulidad
perpetua. Pero la distancia te
parecerá insalvable y te abandonarán las fuerzas cuando sepas que aún te
falta camino. Por fin te detendrás
en una curva del sendero y te echarás en una acequia, la lengua rosada lamiéndote
los filos de los dientes, abatido por las penas y los dolores.
Salgo del taller obsedido por un verso gaseiforme, inasible en su materia
pero condensando -lo siento sin saberlo- la raíz última de mi persistencia.
Prefiero caminar hasta mi casa por las veredas limpias, despejadas;
escuchando unas voces que me interpelan con angustia y alegría. Revivo en el trayecto tus palabras de aliento, la mano que
depositaste en mi hombro en el momento de partir, los ojos que me diste.
La imposibilidad de figurarte en el verso me domina: "Y como un
vario/ acento levantábase a mi diestra,/ puse atención al monte solitario:/ Yo
hablo también, me dijo, y mi siniestra/ lengua es sombríamente natural;/ la
vida primitiva se encabestra/ en mis entrañas; va de caza el Mal,/ hasta que el
hombre, el perro del Destino,/ le muerda el corazón a lo fatal." DIOSES Y DEMONIOS
Al despertarme tuve la clara visión de que me necesitabas, que en
cualquier lugar que estuvieras requerías mi presencia.
Pensé que era mi deber buscarte. Me
vestí de prisa y salí a la calle. En
realidad no hallaba por dónde empezar. !Sabía
tan poco de ti! Me deje llevar por
mis pasos a lo largo de soleadas avenidas escrutando el interior de los cafés.
Me paseé por la plaza empedrada, atravesé el parque.
Sabía que las posibilidades de encontrarte eran una en un millón, pero
me batía entre la duda y la irracional esperanza.
Entré al museo de Arte Moderno y busqué por la biblioteca, en la sala
de lectura, entre los estantes; luego salí a la galería y recorrí los largos
pasillos entre cuadros angustiosos y desproporcionados.
Al transponer la trilogía de la Creación te vi sentada en un banquillo,
en el ala oriental, frente a un cuadro en el que un can luchaba contra el
Cosmos. Al verte comprendí que
eras tú, pero que no me habías llamado, que lamentablemente yo no habitaba en
tu conciencia; y que la necesidad de buscarte había nacido de mí,
probablemente en las pesadillas nocturnas.
Instintivamente di media vuelta y me detuve ante el segundo cuadro de la
trilogía, escondiéndome al ángulo de tu mirada, sin ver el fantasma barbado
que esparcía gotas de agua sobre el mundo de brasas.
Me dio miedo ir hacia ti. Temía
despertar tu ira. Jamás había
osado desafiarte con una acción semejante.
Siempre tú habías venido a mi, apareciendo súbitamente de entre las
sombras, con tus ojos grandiverduzcos clavándose en mis facciones.
Siempre había acatado tus designios escondiendo mis miradas en los
espejismos del paisajes. Caminé en
sentido inverso hasta el recinto central que divide el museo en cuatro
cuadrantes iguales.
Ahí me dejé caer en un sillón, fatigado; con la certeza de que tendrías
que pasar por aquí, inevitablemente, y que entonces te enfrentaría.
Sentado ahí decidí esperar cuanto fuera necesario, pero esperándote
desde el primer minuto. Tomé no sé
qué libro -ni siquiera llegué a leer el título- entre las manos y traté de
hundir mi atención en sus páginas, pero mis sentidos estaban todos en los
sonidos de los pasos que se acercaban, en el taconeo donde creía reconocer el
movimiento de tu marcha, y cuando ya no aguantaba más levantaba la cabeza para
encontrarme con un rostro extraño, desconocido.
Al cabo de una hora la impaciencia pudo más que el temor, y decidí
embestirte. Caminé decidido hasta
el hemiciclo y torcí a la izquierda; aterrado pude ver el pasillo desierto, el
banco solitario. Me acerqué al cuadro y contemplé el cielo anubarrado, los
elementos mostrando sus abiertas fauces y el digitígrado blanco, defendiéndose
furioso en la tormenta: en una esquina del cuadro una mirada hierática parecía
iluminarlo todo. Corrí despavorido
a la salida con la esperanza de alcanzarte antes de trasponer el pórtico, antes
de que te esfumaras en la multitud; pero debí haber llegado demasiado tarde.
Todavía esperé a la sombra de los almendros de la plaza, la vista fija en las
columnas del museo, pero nunca salistes. Con
el sol en el cenit bajé la calle hasta los enigmáticos ministerios, con la
imagen clara de aquel cuadro demoníaco y unos versos antiguos emergiendo de mí:
Hilo numeroso de interrumpidas secuencias/ que condena al hombre a una
existencia precaria./ El divagar enfermizo por laberintos de voces/ en la tácita búsqueda
del origen común.
Para qué te sirve la literatura, Bonifacio, me interrogo a mí mismo,
para qué el sacrificio de esos seres de ficción.
Para qué te puede servir la poesía.
Crees que de alguna manera has comprendido mejor la esencia de ti mismo,
tus zonas oscuras. Porque,
Bonifacio, si la literatura es sólo una distracción, una forma de descansar la
mente, no vuelvas a incurrir en el error y dedícate a labores más respetables.
Si sólo buscas la belleza estética podrías encontrarla en otros
senderos sin infligir daño a nadie, Bonifacio.
Porque la verdadera literatura se escribe con lágrimas y con sangre, la
autenticidad del hombre que despojándose del vestuario muestra sus llagas. Si
no, mi querido Bonifacio, estás matando el valor de tu obra.
No es ni erudicción ni prolijidad lo que vale en una obra literaria,
sino la exploración del alma, la búsqueda en los oscuros recodos del espíritu,
la capacidad de conocimento. Por
eso la verdadera obra de arte no puede ser pura imaginería, su carácter
perenne radica en que es testimonio de vida, Bonifacio.
Subo al autobús y me siento en la última fila, la mirada oblicua
clavada en el mundo en retroceso. Nunca
había reparado en ese cuadro del museo de Arte Moderno; sin embargo, es tan nítido
el recuerdo, tan intenso. Quizá
ahora ella me deje en paz, por fin, y podré recomenzar mi existencia.
Descenderás del colectivo ya caída la noche.
Te sorprenderá la rapidez del tiempo, la facilidad con que la arena cae
desgastando los siglos. Pensarás
que la vida es un efímero viaje en autobús por parajes extraños, por rostros
que nada te dicen y nunca volverás a observar.
Si al menos un encuentro fortuito te asegurara que ése eres tú, en ese
asiento, en ese instante del tiempo; si al menos un cálculo geodésico arrojara
tus coordenadas. Recibiendo el aire
de la plaza pensarás que en los sueños las sensaciones son a veces tan
intensas como en la vigilia, y que perfectamente todo podría ser una pesadilla,
una fatal alucinanción; pensarás, caminando en dirección a los muelles.
Tú luchas, Bonifacio, contra un dragón de siete cabezas.
Es una lucha desigual, lo reconozco.
Tienes en tu contra la falta de voluntad, la ignorancia, la soledad, el
miedo, los descontrolados sueños, el hastío.
Y con qué armas luchas. Pobre
Bonifacio, con un lenguaje ambiguo que desvirtúa tu intención, con una mirada
inane. Sé que has tratado, que has
buscado el amor que te salve de la inanición, el género poetidramatinovelístico
que explique tus mutaciones, tus desgarramientos.
Pero aún tienes vida, Bonifacio, aún.
Bajarás la cabeza fría, resbaladiza, viendo acercarse los barcos
silenciosos, las grúas inmóviles. Rondarás
por los embarcaderos donde los estibadores duermen sus pesadillas bajo hojas de
periódicos, y por un momento tratarás de imaginar sus sueños de pobreza. Fatigado te tumbarás en unas cajas viendo al infinito, y
notarás que el cielo está desierto, solitario; como cubierto por una mirada
verdosa. La hormiga que escala por
tu cuello tiene más raíces que tú, está más fijada a este mundo, pero al
llegar a tu mejilla la arrollará una lágrima vertiginosa. Te erigirás como un día se erigió el simio para observar
el infinito, y caminarás hacia el sur, donde el puerto se convierte en
acantilado. Verás a tus pies la
roca húmeda donde la vida se aferra a sedimientos calcáreos; la luz
intermitente del faro rompiendo la noche con sus tonos rojos, alucinógenos; las
luces urbanas reflejando en el mar un rostro sicalíptico.
Tendrás la sensación de lo ya vivido, de la fatigosa repetición;
porque hasta en los momentos cruciales de la muerte te perseguirá el cansancio
de la duplicidad humana, la conciencia de la especie que ha atesorado todas las
experiencias vivibles. Te quitarás
los zapatos seducido por la intuición de que incurrirás en terreno sagrado y
vendrán a tu mente unos versos inconclusos.
Imaginarás tu cuerpo rompiendo el vacío vertiginosamente, rodando por
ese acantilado agudo, y tratarás de anticipar la sensación de la muerte.
En esas fracciones de segundos repasarás como en un álbum las facciones
de los hombres que has amado, las miradas compasivas que un día te regalaron.
Tendrás la sensación fatal de que nadie te espera, que no hay un solo
ser en el mundo que sentado en un rincón, vea transcurrir las horas esperando
verte trasponer una puerta; pero también deduces que al otro lado la ausencia
es igual: fría y verdosa. Y
entonces el sacrificio habrá sido en vano, y tu oportunidad de encontrarte,
irremediablemente, habrá salvado la esquina.
Entonces tampoco la muerte valdrá la pena, porque ni siquiera el
suicidio planteará una verdadera salida a la existencia. SANGRE DE ARDIENTE EUCARISTIA Fue entonces cuando pensé intitular mi poema "Sangre de ardiente eucaristia", y me di cuenta que lo más honesto era dedicárselo a Alfonso Cortés; no sólo porque el título fuese suyo, sino porque en gran parte estos versos le pertenecían. Cortés ha sido una especie de maestro protector, el hombre en cuya angustia vi repetida la mía, y cuya palabra llegó hasta mí con más fuerza y claridad que ninguna otra. Esta vez llegó no con sus cuartetas vivas sino con mis propios versos, en un momento desolador en que me disponía a abandonar la vida. Levanté la vista al cielo y lo encontré más claro, más sugerente, sin ese olor turbioverdusco de las miradas aterradoras. Si la comunión de las lenguas en una sola cifra/ o el encuentro del alma en una nota unívoca/ pudieran llevarme a la plenitud de mi ser. No había ganado la placidez monocorde de ciertas melodías, pero al menos mi sinfonía entraba en un movimiento menos patético. Observé mis manos que aún tenían el temblor mortal de las horas de sufrimiento, y sentí mi cuerpo aporreado, exhausto. Reconocí en la aurora marina mi sino de escritor, de creador de ficciones, y lo acepté complacido, dispuesto a ayudarme a la par que ayudaba a esos hombres y mujeres que viven en mi prosa. Emprendí camino arriba sintiendo en mis pies la presencia del mundo, las baldosas tibias del deambular diurno; y tuve la feliz impresión de estar asiendo algo concreto. Ese día amaneció el mundo con una luz transparente, con un pregón joven; y a pesar de mi apariencia de mendigo me sentí aceptado en toda mi dimensión, sentí mi alma henchida y rebozante de gusto, mi espíritu diáfano como el de un recién nacido, mi sangre nueva y poderosa. Circunvolé la iglesia del Calvario con sus naves dilatadas, el parque donde los pintores tendían sus telas y sus colores, los techos rojos de la Biblioteca Nacional donde en un bargueño de caoba se agitan unos versos que me llaman: "Yo soy el mercader de una divina feria / en la que el infinito es círculo sin centro / y el número la forma de lo que es materia". Catedrático y Director del Departmento de Español y Portugués, Tulane University, New Orleans, USA |
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