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VIA CRUCIS

Para un 19 de septiembre 1985


Dominique Pivont


Doblado por el peso enorme de sus Cristos de madera, sanguinolentos por mil heridas y perdones mal pintados, Ambrosio Cruz tropieza al bajar del autobús de Tzintzuntzan. Por primera vez pisa territorio capitalino, y al recordar la sólida calma del ejido, se siente abrumado por la multitud en la Terminal de autobuses.

-¡Ay! Diosito, ten piedad de tu humilde representante, aunque sea un miserable vendedor.

Estira un gesto de cansancio por el traqueteo del viaje nocturno que hizo de pie. Con extremo cuidado depone sus cruces, se sienta sobre el pequeño costal que guarda su chamarra, unas tortillas envueltas en un trapo bordado por Juana, un cartoncito arrugado donde tiene la dirección de un primo de su mujer, y todo esto a cargo de una imagen de la Santísima Trinidad. Dándose valor, tantea su bulto:

-Ojalá que cuando llueva, no haga lodo.

La flojera del tiempo no pasa de las siete de la mañana, y de la misma manera que a este día frío y húmedo, a Ambrosio le cuesta despejar los ánimos para iniciar la jornada. Arrastrando los huaraches, se deja llevar sin rumbo fijo por la ola de viajeros, hasta encontrarse en la salida. Ya en la acera, entorna los ojos. Todo le parece enorme: el ancho de la calle, la prisa violenta de los taxis, la cacofonía de los cláxones, la nube color maíz fermentado y huérfana de cielo...

Pregunta a un policía por la estación del Metro. Con gesto de malicia le indica el rumbo, no sin antes advertirle que debe comprar un boleto, y que el se lo consigue con mucho gusto:

-Dame veinte pesos, ahorita te lo traigo.

Ambrosio, mientras espera, y con afán de tranquilizar la asfixia que le provoca tantas construcciones en cemento, barre el paisaje urbano con minuciosa concentración. Al fin sus ojos se detienen en una grúa al otro lado de la calle. Pensativo, agacha la cabeza:

-Qué cruz tan extraña, ¿será para un Cristo manco?

Ambrosio no acaba de responderse, porque el suelo durante interminables segundos se antoja enfurecido y trepidante. Pasmado, quiere articular "¡oh Dios!", cuando recibe un golpe seco y directo en la nuca, pues la santa grúa se le vino encima, dejándolo empotrado de cabeza sobre sus aún más infelices crucifijos, sin que el sepa que son las siete horas de la mañana con diez y nueve minutos, y que suma un R.I.P. más a los de este 19 de septiembre 1985.



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