CUENTOS  PARA  NO  DORMIR

GUERRA

Cristina Sandoval

 

Hubo un tiempo en que solía pasear frecuentemente con mis hermanos Luis y  Beatriz; acostumbrábamos visitar museos o poblados pintorescos, de esos donde suelen vender muchas artesanías.

Un día decidimos visitar Tepozotlán- un pueblo del Estado de México- para comprar artesanías, que por cierto, estaban muy baratas.  Llegamos a lo que es el centro del lugar y empezamos a recorrer todos los puestos que rodeaban la iglesia, después de un buen rato de caminar y de comprar algunas cosas (floreros de barro y collares de colores), decidimos ir a comer algo; en un principio, nuestra idea era ir a comer a uno de los restaurantes que están a espaldas del Palacio Municipal, pero obviamente esos no eran lugares para nosotros y no sólo por los precios elevadísimos de la comida, sino también por la gente que ahí se reunía, total, decidimos ir a comer al mercado que estaba en la calle contigua.

Después de un delicioso caldo de hongos y unas quesadillas, salimos del mercado para continuar nuestro recorrido, sin embargo, no habíamos terminado de cruzar la calle de nuevo, cuando caímos en la cuenta de que cientos de personas corrían sin rumbo fijo, algunas se escondían, otras tan sólo corrían y otro tanto se quedaba inmóvil, embrutecida ante aquel desorden; tal era mi caso, ya que permanecí  parada a media calle sin saber qué hacer y cuando por fin reaccioné, yo ya estaba corriendo tomada de la mano de un hombre desconocido que sólo gritaba: “ ¡corre a esconderte, sálvate, ya empezó la guerra! “.    En ese momento, yo ya no entendía nada, lo único que entendí fue que entre la confusión y tanta gente había perdido a mis hermanos.

No había mucho que hacer, excepto seguir corriendo y rogar que toda esa pesadilla terminara pronto. El que estaba viendo,  era un espectáculo terrible: gente golpeada con la cara completamente destrozada, mujeres tiradas en el suelo tratando de levantarse, un tanque disparando bombas de vómito, niños ahogados en enormes charcos de sangre, unos pocos escondidos debajo de los carros haciendo lo posible por salvarse.

El hedor era insoportable, yo ya no sabía si  estaba cayéndome por tropezar con la gente tirada en el suelo- muertos en su mayoría- o más bien me caía porque ya me faltaba el aire.

De pronto, volteé hacia la acera donde estaban los restaurantes y cuál sería mi sorpresa al darme cuenta que ahí todo seguía igual, la gente de dinero seguía comiendo como si nada pasara a excepción de unos cuantos que, divertidos, nos veían correr de un lado a otro; en ese momento no pude saber si su actitud me llenaba de coraje o de temor.

Repentinamente vi a Luis a lo lejos tratando de proteger a Beatriz de un soldado que estaba a punto de destrozarle la cara, fue entonces cuando entendí lo que era el verdadero terror: en una de las mesas de los restaurantes “burgueses” estaban mis padres riéndose a carcajadas mientras señalaban a mi hermana, que para ese entonces yacía en el suelo con el rostro desfigurado.

Yo decidí acercarme a ese restaurante, no recuerdo bien si para salvar mi pellejo o más bien para ir a golpear a mis padres a ver si así reaccionaban y salían de su estupidez. Cuando faltaba poco para llegar a la acera, uno de los soldados me lanzó una bomba de vomito, la cual me sacó el aire al golpearme los pulmones y me dejó tumbada en el piso sin poder moverme. El soldado comenzó a patearme sin piedad mientras me advertía que no me volviera a acercar a ese lugar y mucho menos a “esa gente”. Dio media vuelta y se marchó; no sin antes decirme sarcásticamente: “No te pareces a tus padres”.

Cuando se alejó, traté de incorporarme para así acercarme a uno de los muros del Palacio Municipal, con el fin de protegerme un poco de las bombas, que por cierto, cada vez eran más grandes y repugnantes. Al acercarme al muro, pude ver que al lado de mí se encontraba un pequeño como de siete años que lloraba como jamás he visto llorar a nadie; yo le decía que se tranquilizara, que todo iba a estar bien, sin embargo, unos segundos después nos cayó a los dos, una bomba de vómito (creo que la peor de todas), yo traté de levantar al  pequeño para sacarlo del vómito, pero ya era demasiado tarde, había muerto.

Perdí las fuerzas y lo único que hacía era preguntarme cuánto más faltaba para que todo terminara.

Comencé a llorar, pero de repente escuché la voz de Luis a mi lado, creí que me iba a ayudar, pero lo único que hizo fue gritarme y regañarme por no haber corrido junto con ellos desde un principio; después de eso, se fue.

¡ Que ya termine por favor! – pensé- y me quedé ahí tirada entre vómito, sangre y muertos, mientras que la gente seguía corriendo y escapando de los tanques que ahora lanzaban bombas de excremento.

¿ Qué hicimos para merecer esto? –reflexioné, al tiempo que perdí el conocimiento; me desmayé no sé si por miedo, por cansancio o por náuseas.

No supe cuánto tiempo pasó, no supe cuántos muertos fueron, no supe si mis padres seguían burlándose de nuestra desgracia, no supe cuántas bombas de vómito y excremento estallaron junto a mí; sólo sé que cuando abrí los ojos estaba mi hermano junto a mí diciéndome: “aproveché que te quedaste dormida para seguir comprando ‘chunches’, pero ya vámonos porque ya es tarde”.

Nunca supe qué pasó porque nunca quise volver.

       

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