LA TIA POLA

Carlos Hugo Burgstaller


Ir a la casa de las tías, era para Leticia, una mezcla de alegría y preocupación. A Leticia le gustaba mucho estar con sus primas, sobre todo con Julia, que tenía su misma edad, aunque también disfrutaba de estar con Mabel que era dos años mayor.

Cuando Leticia iba a la casa de sus tías solía quedarse un par de días, pero en verano la estadía se prolongaba por un par de semanas. La tía Rosario era viuda; en el comedor, que nunca se usaba, había un retrato color sepia de un hombre de mirada fria, gruesos bigotes y ceño fruncido; a Leticia le daba miedo esa foto, era el marido de la tía Rosario. En un estante del mueble donde se guardaba la cristalería había una foto pequeña, con un marco de madera, del día de la boda de tí Rosario. Leticia siempre decía que era la novia más hermosa del mundo. La tía Rosario era muy buena, siempre, a pesar de los problemas, estaba contenta, en cambio la tía Pola (así le decían, Leticia no sabía por qué) estaba siempre enojada; se quejaba todo el día y decía que cuando se muriera recién si iban a dar cuenta  lo buena y sacrificada que era. Leticia quería a la tía Pola, pero más a la tía Rosario.

La casa de las tías (en realidad era de la tía Rosario, la habían comprado cuando el marido trabajaba en el ferrocarril) era grande, con una fresca galería que daba a un patio de baldosas donde, en las noches de mucho calor, las dejaban quedarse, en camisón, hasta muy tarde, aunque los cuartos, de techos altos, eran muy frescos.

Acomodar el cuarto de Julia y Mabel para que entre Leticia era toda una operación que requería de mucha atención. Se corrían las dos camitas, se movía la cómoda más cerca de la puerta y con precisión milimétrica se dejaba el espacio justo para que entre el viejo catre donde dormía Leticia. La tía Pola siempre resongaba porque las tres primas estaban metidas en el medio mientras acondicionaban el cuarto; siempre sucedía lo mismo; estas mocosas, decía la tía Pola con fastidio, a Leticia le molestaba que la llamaran mocosa. Siempre están molestando, insistía la tía Pola, pero estos comentarios no preocupaba a las muchachas que en medio del desorden iban y venían, Leticia desarmaba su pequeña valija mientras hablaban las tres al mismo tiempo como loros barranqueros, decía la tía Pola mientras bufaba y protestaba. Cuando la tía Pola estaba enojada o fastidiosa, que era casi siempre, hacía un ruido con la garganta como si algo se le hubiera atorado. Ya está gruñendo decía Julia y las otras dos se reían e imitaban a la tía Pola.

Aquel verano fue especial para Leticia y Julia, en marzo iban a comenzar la secundaria y las fantasía que eso despertaba muchas veces les quitaba el sueño. Ahora iban a estar con varones en el mismo curso, eso las inquietaba y, aunque ninguna de las dos hablaba de eso, sabían que era su mayor preocupación. Mabel había pasado a segundo año, y la tía Rosario decía que ya tenía un filito (para Leticia y Julia era un novio y con promesa de amor eterno incluída). Cuando hablaba de eso la tía Pola decía que le arrastraban el ala, se ponía seria y comenzaba  con su clásico sonido de ahogada. Las tres se reían mucho, a Mabel no le daba verguenza.

Las mañanas en la casa de las tías pasaba muy rápido. Había que hacer los mandados, barrer el cuarto, hacer las camas, poner la mesa y alguna otra tarea que siempre se le ocurría a la tía Pola. Leticia suponía que la tía Pola tenía un libretita donde anotaba esas cosas que se le ocurrían y las guardaba para cuando ella iba de visita. La tía Rosario renegaba con la tía Pola porque ella decía que tenían que dejarlas tranquilas, que ya tendrían tiempo para las tareas de la casa; la tía Pola insistía en que tenían que aprender desde chicas lo que era mantener una casa y el trabajo que eso implicaba. Leticia se prometía en silencio que se casaría con un médico famoso que le pondría una sirivienta y una cocinera.

Después del almuerzo había que levantar la mesa y lavar los platos. Leticia y Julia lavaban, Mabel barría. Leticia no entendía por qué siempre era Mabel la que barrría, era, por supuesto, el trabajo más fácil. Leticia en su casa no hacía nada. La tía Pola decía que era una malcriada y que ya iba a llorar lágrimas de sangre cuando se casara. Leticia la miraba y pensaba en su médico famoso y en la sirvienta y la cocinara que tendría.

A la siesta se tiraban en las camas, estaba prohibido desarmarlas, esas cosas de la tía Pola, Letícia no entendía por qué. Las tres se recostaban vestidas y charlaban, un voz muy baja, la tía Pola tenía un oído muy fino. Cuando bajaba el sol las dejaban salir a la vereda. Algunas tardes venía Alicia, la amiga de Mabel y juntas podían ir hasta la plaza donde, seguramente, las esperaba el filito de Mabel. Leticia y Julia sacaban un par de sillas a la vereda pero nunca se sentaba; esas son cosas de viejos, decían. De tanto en tanto la tía Pola se asomaba por la ventana del comedor que nunca se usaba y comprobaba que ninguna de las dos había ido más lejos que un par de casas.

Las chicas de Dameli, que vivian puerta por medio, solían juntarse con Leticia y Julia. Julia decía que eran buenas chicas, Leticia decían que eran envidiosas. Julia no entendía que les podían envidiar. Cuando Mabel regresaba era la hora de entrar. Leticia y Julia llevaban las sillas que no habían usado y las dejaban en la cocina.

La cena era liviana, había que comer poco de noche, decía la tía Pola; luego se repetía la ceremonia de limpieza del mediodía y la tía Rosario las mandaba a lavarse los dientes y ponerse el camisón.

La noche siempre traía los misterios de las confesiones y los secretos contados en la oscuridad. Mabel podía quedarse leyendo sus novelitas de amor, Leticia y Julia charlaban en voz muy baja. Algunas veces Mabel accedía a contarle algunas cuestiones de los varones cosas que, ella decía, conocía muy bien. Leticia y Julia no le creían pero igual la escuchaban con mucha atención.

Las noches no eran  solo confesiones y sueños, eran para Leticia un fastidio y una

molestia. La tía Pola tenía la costumbre de almidonar todo, manteles, servilletas, pañuelos, camisas, incluso había escuchado que sus primas se quejaban que la tía Pola les almidonaba hasta la ropa interior. La tía Rosario les pedía que no le dijeran nada, que lo hacía de prolija y buena que eran, nada más que por eso.

Ese afán por almidonar todo de la tía Pola incluía las sábanas y cada vez que Leticia entraba en la cama sentía como si se metiera en un ataud. Leticia nunca se había animado a quejarse o hacer algún comentario (en el fondo quería a la tía Pola) pero no soportaba esas sábanas duras, rígidas y ásperas. Le costaba acomodarse, conciliar el sueño, sentía que el cuerpo le picaba como si mil hormigas la recorrieran. Alguna vez pensó en llevar sus propias sábanas pero no se animó, sintió que podía ser una forma de desprecio.

En la serenidad de la noche Leticia se movía inquieta mientras escuchaba la respiración relajada de sus primas que, seguramente, estaban acostumbradas a ellas desde muy chicas.

Una mañana, mientras las tres primas realizaban las tareas cotidianas, la tía Rosario pidió a Leticia que fuera por unas servilletas que estaban guardadas en el segundo cajón del mueble del comedor. Leticia entró al comedor que nunca se usaba, encendió la luz y lo primero que vio fue el retrato del marido de la tía Rosario que parecía vigilarla desde la pared. Leticia sintió frío y tuvo un temblor en el cuerpo; pasó sus dos manos por el cabello llevándolo hacia atrás y sonrió nerviosa y descartó de golpe esa absurda sensación. Se dirigió hasta el mueble y abrió el segundo cajón, vió las servilletas junto a unos manteles muy prolijamente doblados y algo amarillentos. Tomó las servilletas y cuando estaba a punto de cerrar el cajón algo le llamó la atención, lo que parecían unas fotos viejas asomaban entre los manteles. Por unos segundos se quedó inmóvil, deseaba verlas pero algo se lo impedía, pensó que tal vez eran fotos del casamiento de la tía Rosario, mostraban el mismo color amarronado que la que estaba en el mueble. Con mano temblorosa tocó el borde de las fotos (parecía que no eran mas que tres), las acarició, sintió la rigidez del papel fotográfico y sintió un cosquilleo en su mano que le recorrió el brazo. De golpe giró la cabeza, sentía que alguien la estaba observando, pero solo se encontró con la mirada dura de la foto del marido de la tía Rosario. Se tranquilizó, suspiró algo aliviada y volvió al cajón, las fotos estaban como esperándola, eran una incitación y la curiosidad de Leticia aumentaba al mismo ritmo que la ansiedad y los nervios. No creo que la tía Rosario se enoje, pensó y las tomó. En las tres fotos había un hombre y una mujer, ambos de pies, y solo algunas pequeñas diferencias había entre las tres tomas. Una mano más arriba, un pié más adelante, una mirada hacia otra dirección. En el ángulo inferior izquierdo, anotado con tinta azul, leyó una fecha.

Leticia se sorprendió al ver que la mujer era la tía Pola, mucho más joven, y le llamó la atención su rostro suave, sereno y una sonrisa tímida apenas dibujada en su boca. El hombre que la acompañaba parecía mucho mayor que ella, tenía un traje cruzado y a pesar de los años que tenía la foto aún se notaba el brillo de los zapatos bien lustrados. Tenía abundante pelo, bien engominado hacia atrás y una mirada dura y penetrante e inmediatamente volvió la mirada hacia la foto de la pared y como guiada por un impulso desconocido se paró y abrió la puerta de vidrio del mueble y tomó la foto del casamiento de la tía Rosario, era el mismo hombre. Leticia sintió que se mareaba, que algo le daba vueltas en la cabeza, nerviosa miraba hacia la puerta y volvía a la foto. Corrió una silla y se sentó sintiendo que se desplomaba y puso la foto del casamiento junto a las otras tres que había encontrado en el cajón. Las miró con detenimiento por unos minutos, como si esperara que esas imágenes le hablaran y le explicaran que significaba ese cruce de personas. Leticia sospechaba que algo extraño había sucedido, algo terrible, pero no alcanzaba, aún, a comprender.

Las cuatro fotos descansaban sobre la carpeta de la mesa como si por fin alguien las había sacado de su encierro y podían contar su secreto.

Leticia acarició el borde de la primera foto y luego pasó sus dedos por esos rostros que la miraban desde el fondo de una historia que no entendía. Cuando terminó de recorrer con sus caricias la tercera foto contuvo la respiración y la tomó con suavidad y la dio vuelta. En el dorso solo había un sello con el nombre y la dirección del estudio fotográfico donde se habían hecho las tomas. Leticia conocía el lugar pero allí había ahora una escribanía. Tomó la segunda foto y también la volteó (pensó en un juego de solitarios con cartas) y encontró el mismo sello. La tercera foto la esperaba desafiante y Leticia sintió ese desafío. La tomó con ansiedad y miedo y en un movimiento brusco la dio vuelta. El sello que se repetía en esa tercera foto estaba cruzado por una frase escrita en tinta azul, la misma caligrafía que la de la fecha del frente y decía: “A Pola con amor, Antonio”. Leticia soltó la foto bruscamente y se llevó la mano derecha a la boca, como queriendo tapar un grito. El marido de la tía Rosario había sido novio de la tía Pola. Levantarse y guardar las fotos en el cajón y la otra en el estante ocurrió en un solo instante. Volvió a poner la silla en su lugar, tomó las servilletas, apagó la luz y salió.

El resto del día habló poco, parecía perdida y ante la insistencia de Julia le dijo que no se sentía bien. Apenas podía mirar a los ojos de la tía Pola.

Esa noche se acostó llena de pensamientos extraños, de preguntas sin respuestas y por primera vez no sintió la molestia de las sábanas almidonadas. 

         

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