EL ARTE DE ESCRIBIR RADIOTEATROS

Roberto Echeto
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Intro

Nunca he entendido por qué a los intelectuales les da por creer que existe una “alta cultura” en oposición a una “baja cultura”, y más aún: nunca he entendido por qué esa misma gente defiende la idea siempre idiota de que existen géneros (literarios, musicales, teatrales o de la naturaleza que sean) mayores y menores, como si esa distinción importara verdaderamente... Lo peor es que esa injusta y tajante taxonomía supone que hay géneros que le ofrecen la santidad a la gente y géneros que sólo divulgan estulticia disfrazada de felicidad. O sea que, en pocas palabras, y según algunos intelectuales, si tú accedes a los géneros “mayores”, trasciendes cultural y espiritualmente, y si entras en contacto con géneros “menores”, te embruteces.

Creo que no necesitaré demasiadas palabras para expresar mi desacuerdo con semejante opinión. Quienes sostienen tales argumentos, lejos de ser intelectuales, son una suerte de torpes inquisidores que no dudan en lanzar a la hoguera todo lo que ignoran y todo lo que otros no le dicen que es bueno. Que quede bien claro: para mí no tienen sentido las distinciones. No existen géneros “mayores” ni “menores”; existen los géneros y ya. Con ellos y en ellos se pueden hacer por igual maravillas o desastres. El hecho de que una novela sea una novela y de que una sinfonía sea una sinfonía no significa nada porque aunque sus elementos estén organizados en una estructura tenida por mayor, igual pueden resultar en adefesio por obra y gracia de un creador de poca monta que no sabe organizarlos ni poner cada cosa en su sitio. Además, que si a ver vamos, cada quien escoge su vida y sus satisfacciones. Nadie es quien para juzgar las necesidades estéticas de los demás.

Para terminar de aclarar este punto valdría la pena afirmar públicamente y con toda responsabilidad que desde cualquier género se puede desarrollar un producto que alcance cotas de perfección formal y conceptual. No hay nada peor que hacerse el ciego y no disfrutar de la diversidad de opciones discursivas que ofrece la vida. Nada justifica que sigamos creyendo que la telenovela es un género menor y que por ello no debemos darle importancia como fenómeno de masas y mucho menos ponernos a dilucidar y a intervenir su estética porque para qué si ése es un arte de amas de casa...

Toda esta larga perorata con sabor medio amargo viene a cuento porque quiero hablar de mi experiencia escribiendo libretos para la radio, de lo que ha significado y significa para mí tener que escribir un libreto diario para Macho y No Mucho, un programa de humor que se transmite de lunes a jueves, desde hace tres años, a las once de la noche por 92.9 FM.

En primer lugar hay que decir que no hay un género que se tenga más por menor que todo aquél que aparezca en un guión radiofónico. Así resulta normal que un cuento leído ante un micrófono, un radioteatro o una radionovela sean vistos por encima del hombro, como si fueran cosa de juego o un simple capricho. Además, si ya de por sí el oficio de guionista es un arte de la invisibilidad, sea en el cine, en la televisión y a veces hasta en el mismo teatro, ¿qué no será en la radio, si se trata de un medio signado por lo inmediato?

Primer negro: Un arte del momento

La improvisación, entendida como el saber aprovechar las circunstancias que surgen a cada instante, es el elemento que mantiene viva a la radio. Sin ese recurso ni esa velocidad mental que permite darle sentido a todo lo que pasa dentro y fuera del estudio, ningún programa radial puede ser bueno. Por eso la escritura de un guión es un arte menos evidente en la radio que en otros medios, lo cual no significa que su existencia sea prescindible en la producción. Precisamente, el buen espacio radial es aquél en el que se logra un equilibrio entre contenidos inmediatos y contenidos pensados y escritos con anterioridad. Un libreto, al igual que una partitura musical, es un texto listo para ser actualizado luego de un proceso artístico e intelectual que interprete la letra impresa en una actuación radiofónica, y “actuar” en la radio significa moldear el audio, manipular cada uno de los elementos sonoros para darle vida a un relato en el que se pueden contar todas las realidades y todas las fantasías posibles; “actuar” en la radio significa lograr que todo mensaje se oiga espontáneo, natural y lo suficientemente trabajado como para que se le reconozca su individualidad.

Cada actuación radial implica además una manera de ordenar los elementos sonoros para producir una textura que le es propia a cada mensaje difundido a través de este medio. Así, en un show músical o en un noticiero con entrevistados, contactos telefónicos y demás parafernalia, la manera de perifonear los contenidos, el empaque del espacio con su presentación y despedida, el uso de los efectos sonoros preproducidos y la forma de los propios mensajes a emitir, arman al programa y le dan su identidad. Eso supone que hacer radio no es sólo plantarse frente a un micrófono y pronunciar cualquier tontería que se te cruce por la mente; muy al contrario, significa que la radio es un hecho consciente donde las variables a considerar son tantas y tan complejas que te exigen un orden y una jerarquía.

En un show como el que me toca producir esa ansiada estructura nace en el guión. Desde allí, desde ese humilde trozo de papel que leen los locutores (a veces a viva voz al micrófono y otras en un pase rasante y silencioso a modo de tener siempre algo que decir), se construye un contrapunto de eventos que en conjunto arman el rompecabezas del programa. Lo más interesante de este asunto (y no lo repito más) es que todo libreto es como una partitura musical y su fuerza depende en gran medida de los intérpretes. La mejor partitura de Brahms resultaría un fiasco en manos de un músico mediocre; lo mismo sucedería con un mal actor interpretando un buen libreto, y esto vale tanto para la radio como para otros medios.

Segundo negro: escritura y oralidad

Pese a lo que los especialistas y las cátedras de comunicación social que se dedican al estudio de la radio digan, el guión de todo espacio humorístico responde, antes que nada, a un trabajo literario cifrado en la posibilidad de contar y difundir cualquier tipo de historias sin que existan límites a la imaginación, al presupuesto o a la censura. Eso sucede porque aunque la radio suponga un tratamiento del audio, su fuerza se basa en la palabra dicha en el instante, en una cultura oral que se ve alimentada con la imaginación anecdótica y literaria del libretista, de ese personaje invisible que en el estamento radial actúa como una suerte de director que no sólo alimenta el diálogo entre los locutores, sino que le traza el recorrido a cada conversación.

De no existir ese orden, hacer radio sería un simple parlotear en un espacio que permite la ubicuidad de lo dicho, y ante esa circunstancia decir tonterías sin intención estética alguna convierte al hecho radial en un desperdicio, por no decir en una idiotez...

El guión destila, depura, ordena y dirige la conversación hacia un punto dado, hacia un fin que se cumple aunque en el camino se improvise o se divague. Cuando el libreto es bueno todo gira a su alrededor, incluso los errores y las risitas ahogadas, amén del ritmo del programa y la comunicación mímica que se produce siempre entre el operador, los locutores y todo el que pise un estudio desde el que se transmite un espacio radial.

Hace unas cuantas líneas dije que el trabajo del guionista de radio es un oficio literario y quisiera hacer un énfasis especial en ese aserto. En el cine y en la televisión las palabras están al servicio de la imagen, pero en la radio no. En la radio las palabras protagonizan (junto a la música) todo mensaje. He ahí porqué a pesar de los años y de la presencia avasallante del cine o de otros medios, el arte radiofónico sigue seduciendo a más y más público cada día. La radio continúa enamorando al mundo porque es heredera de la oralidad. Ése es el tal encanto y el tal misterio que los estudiosos le adjudican al hecho radial. Algo tan simple como la complicidad que genera todo oyente con su programa favorito se basa en algo tan elemental y milenario como que alguien te cuente de manera amena una historia y te haga partícipe de las hazañas o de las miserias de alguien. En ese sentido, la labor de un libretista se basa en generar el cuento para que el “actor verbal” (¿qué otra cosa es un locutor?) lo interprete y genere un mundo de puras palabras moduladas con una voz que puede variar de acuerdo al tipo de programa, al tipo de libreto y, de ser el caso, al tipo de personajes a interpretar.

Así las cosas, el trabajo del guionista se vuelve más literario en la medida en que pueda y desee intervenir las variables naturales del sustrato radiofónico. Semejante premisa supone la creación constante de distintos tipos de historias y de distintas maneras de contarlas. Los únicos elementos que se mantienen fijos en el mundo de la escritura radial son aquéllos que tienen que ver con el respeto al encanto de la oralidad y con la asunción, por parte del libretista, de que la escritura para cualquier medio masivo impone un tono, una precisión, una pregnancia semántica y una parquedad que ya envidiarían para sí otros espacios de la cultura.

Tercer negro: imágenes mentales para el cerebro ajeno

Aunque parezca extraño, una de las características más interesantes de todo relato radial es su fuerza icónica, su capacidad de convertirse en un generador de imágenes mentales contundentes de las que el espectador no puede deshacerse con facilidad. Eso explica el éxito que en su momento tuvieron las primeras radionovelas y el éxito que aún tienen en el público de las nuevas generaciones.

Por naturaleza propia, cualquier relato es un disparador de imágenes mentales, pero ¿qué sucedería si a esa relación de eventos contados con una escritura directa e hiperbólica le agregáramos efectos sonoros, temas musicales y tres o cuatro actores prestando sus voces? Nada. Sucedería que las imágenes que conforman el cuento amplificarían su poder comunicativo, su capacidad de quedársenos guardadas en la memoria. Este evento tiene especial importancia para mí por varias razones a saber. La primera de ellas se basa en el sincero interés que siento por descubrir los elementos comunes que existen entre las artes visuales (en especial el dibujo), la literatura y el arte de escribir radioteatros. De verdad me seduce saber que mi ambición de practicar con solvencia, y a la vez, todos estos oficios no implica necesariamente caer en contradicciones. El trabajo desde todos estos sustratos tiene una raíz común en el deseo de generar imágenes de un altísimo poder comunicativo y en la voluntad cierta de hacer descubrimientos que amplíen nuestra interacción con esos tres mundos.

La otra razón que justifica mi interés por estos asuntos es que el trabajo de crear imágenes contundentes está íntimamente ligado al sentido de la risa, al humor, a esa forma suprema de inteligencia que es en el fondo lo que uno quiere lograr escribiendo los guiones de un programa de radio como Macho y No Mucho. En este contexto el humor nace de manera natural. Desde un punto de vista discursivo, nada lo fuerza ni lo propone, salvo el propio interés por dirigir la contundencia de las imágenes generadas hacia allá, hacia ese territorio difícil que tanta alegría le prodiga al público y que tantos dolores de cabeza le producen al libretista.

Cuarto negro: el sentido del humor visitado y corregido

En un programa de radio como el que he tenido el honor de producir, el humor a desarrollar es eminentemente verbal. Por eso es fácil asumirlo como una labor de creación y concatenación de imágenes fuertes. Sin embargo, al entrar en el movedizo terreno de lo humorístico, te percatas de que su explicación va mucho más allá de la pregnancia imagética tantas veces mencionada en las líneas anteriores.

Antes de afirmar cualquier cosa, hay que decir que el humor no es un hecho natural y que, por el contrario, es un discurso siempre consciente que sirve para mostrar verdades desnudas o para terminar de desvestir a las que no tengan bien puesta su ropa. Sospecho que por eso el humor siempre es relegado a las mazmorras de la sociedad, y sus cultores condenados a ser vistos como payasos sin seso o como gente sin oficio. Y es que el grueso de la vida se nos va en ponernos máscaras que disfrazan nuestras debilidades, nuestros deseos, nuestras buenas o malquistadas pasiones. El humor no hace otra cosa que arrancar esas máscaras y dejar al descubierto la materia débil de la que todos estamos hechos y en la que todos, de algún modo, nos reconocemos. Por eso el humor siempre es subversivo: porque dice verdades, destruye mentiras y se solaza en el contacto con lo prohibido, con excedentes semióticos y posturas radicales. De ahí que exista un humor escatológico, un humor político, un humor negro cuyo regocijo es la muerte, un humor sexual basado en eso que es privado y que hacemos público a través del chiste; hay un humor para todo aquello que la sociedad esconde y disfraza de eufemismos para hacerse la vista gorda ante su molesta y trágica presencia.

Yo he entendido esta cualidad siempre subversiva, siempre beligerante, del humor produciendo Macho y No Mucho, un programa de variedades que se basa en el contraste de opiniones y de maneras de ver la vida que tienen un personaje gay y otro con los ademanes del típico troglodita latinoamericano. 
El sólo concepto del programa, el sólo debate entre dos posturas vitales absolutamente distintas, ya te habla de un carácter rebelde que se trueca en material corrosivo gracias al sendero que le dibuja el guión repleto de chistes, de burlas, de referencias cotidianas, de teatros para leer en voz alta, de cuentos, parodias, risas y pare usted de contar. Desde una perspectiva eminentemente discursiva, el humor se logra relacionando elementos que poco o nada tienen que ver, y en eso el humor se parece a la poesía. Ambos suponen una ruptura del sentido lineal de las cosas, dislocando el orden de los eventos o la naturalidad de las acciones gracias a la sorpresa, al chispazo que las nuevas relaciones semánticas generan en el espectador. De ahí que el oficio humorístico sea (al igual que el oficio poético) un exquisito arte de la inteligencia y de la sensibilidad.

El humor es, además, una mirada crítica al otro, entendiendo que eso que le pasa a él, me puede pasar a mí en cualquier momento por la sencilla razón de que nadie está exento del error o de la debilidad. Desde allí, el efecto de humor se logra generando un clima de no compromiso sentimental con el hecho aludido. La primera norma de un discurso humorístico debe ser la presentación de una tragedia, de una ruptura en el orden natural de los hechos, pero de una manera tan desapasionada que nos permita reconocernos en ella.

Hay gente que cree que algo es humorístico sólo porque da risa y eso no necesariamente es cierto. El humor es un acto de la inteligencia que, al igual que el hecho artístico, consiste en una relectura de los acontecimientos, en una mirada oblicua a lo que nos rodea para verle nuevos valores, nuevos perfiles que amplíen nuestra percepción de las cosas. En ese particular, el humor se nos presenta como un tono, como un mood logrado a través de la ironía, del sarcasmo, de la elusión y de la subversión, que sirve para que sobre él se levante lo cómico, lo que en verdad produce ese misterio fisiológico al que llamamos “risa”.

Como el humor no siempre produce carcajadas, se le percibe como algo raro y a veces hasta incomprensible. Quizás la confusión radique en no entender cómo funcionan lo cómico y lo humorístico, y en no considerar que estas dos maneras del discurso pueden funcionar de manera independiente.

Lo cómico es un ámbito que se agota en sí mismo, que no se perpetúa y que tiene valor incidental en forma de chistes o de gags. Para que lo cómico se mantenga, debe existir una renovación instantánea de la sorpresa, de eso que nunca ha sido y que se nos presenta nuevo, único y risible sólo cuando aparece frente al público por primera vez hasta que todo el mundo se aprende el chiste y ya no hay sorpresa. El humor, en cambio, no tiene esa premura. Él, en sí, constituye una revisión interna del sentido que le damos a nuestra mirada para hacerla más aguda. El humor está en la actitud de generar nuevos puntos de vista para hacer de todo lo viejo, de todo lo conocido por todos, algo nuevo. El humor es (en todos los sentidos que se nos ocurran) una recreación del mundo.

Con este asunto de la convivencia del humor y la comicidad pasa algo muy extraño: ambos pueden vivir separados. Lo humorístico puede vivir sin rozar siquiera lo cómico en las palabras agrias de cualquier persona e incluso puede aparecer diluido en otros espacios no especialmente fértiles para el humorismo como pueden ser el deporte, la política, la literatura, el periodismo o qué sé yo. Exactamente lo mismo sucede con lo cómico. Sin embargo, y en honor a la verdad, hay que decir que en el ámbito del espectáculo, el humor y la comicidad no pueden estar separados, sobre todo si se quiere generar un producto de calidad que tenga distintos niveles de lectura, que se caracterice por el ingenio y los matices. Un tipo irónico nunca dejará de ser un simple tipo irónico de igual modo que un tipo chistoso nunca dejará de ser apenas un tipo chistoso, pero en el espectáculo ese aislamiento y ese “ser una sola cosa” no funcionan; se agotan rápidamente.

Mi trabajo como productor se basa en crear el tono humorístico de la partitura-guión de un espacio nocturno llamado Macho y No Mucho, y el deber de los locutores es construir con su voz, su interpretación y sus aportes personales el efecto de la risa, del chiste, de todo aquello que muta según las circunstancias en cada momento. De mantener este equilibrio depende en gran medida el éxito que nuestro espacio ha tenido durante los casi tres años que lleva en el aire.

Quinto negro: la escritura como oficio y como problema

La escritura de un libreto para la radio supone la aceptación por parte del guionista de que no está escribiendo para la posteridad ni para ser reconocido como dramaturgo ni como nada. Escribir guiones implica la conciencia de que se forma parte de un equipo en el que, además del libretista, hay unos actantes cuyas distintas impostaciones de voz equivalen al disfraz o a la caracterización que hace otro tipo de actor sobre el escenario o frente a las cámaras. Ese pequeño detalle nunca puede ser pasado por alto: en la radio no se escribe para un lector tradicional que tiene tiempo para deleitarse con el texto, con las anécdotas o con todo el aparataje que trae consigo el hecho literario. En la radio se escribe par un lector fugaz que ni siquiera es el público, sino un locutor que hará su lectura en voz alta, dándole vida a unas historias que mueren justo después de ser dichas. Como en ninguna otra parte, en la radio importa el tiempo, lo dicho, lo comentado en cada segundo y en cada instante. La radio es un arte construido sobre la fugacidad de la vida, sobre la liviandad de las palabras y de los sonidos que pasan, que se mueren, que van a parar al silencio después de habernos cautivado con su gracia y su pregnancia. Nunca había entendido cuánta razón tenía Séneca al decir que “no es que la vida es corta, sino que perdemos mucho tiempo” hasta que comencé a trabajar en el medio radiofónico. Escribir para la radio es inventar un suceso para cada momento inscrito dentro del horario del programa, y eso, aunque pocos lo reconozcan, es una labor difícil que exige método, talento y oficio. Un espacio radial está hecho de las cosas que pasen en él y de ahí la importancia de la producción, de la escritura, de planificar lo que le toca a cada quien cada día.

Todas las premisas citadas generan en el guión radiofónico un compendio de necesidades que el guionista debe resolver a su manera. En mi caso, esa solución viene dada por el uso de distintos registros de escritura. En primer lugar, utilizo una forma aforística en esa parte del libreto que les sirve a los locutores para improvisar a partir de unas sentencias muy simples que, en orden y conjunto, van desarrollando un tema hasta agotarlo. Cada una de esas oraciones están construidas desde la simpleza elemental de la estructura compuesta por el sujeto, el verbo y el predicado. Con todo y su brevedad esta estructura es capaz de contener en sí una idea completa en todo su esplendor.

El otro tipo de registro que utilizo en un guión es el del diálogo clásico explotado por Platón, Luciano de Samósata, Cervantes y otros veneradísimos escritores. Desde aquí la idea es contar (con pocos y muy parcos artificios en el audio) una o varias historias alternando las voces de los locutores en la lectura fiel, y en voz alta, de un texto flexible que no responda siempre a ese carácter activo-reactivo que tiene todo diálogo tradicional.

El tercer registro de escritura utilizado en los libretos de Macho y No Mucho es el más complejo y el que más satisfacciones trae, si se interpreta bien. Ese registro es el de los teatros radiales polifónicos llenos de personajes, acotaciones para el operador y para los locutores, cortinas musicales y efectos sonoros que alimentan el aire con un audio repleto de detalles que pretenden generar en el espectador un efecto de verosimilitud. Lo interesante es que ese efecto siempre luce encantadoramente acartonado, y de aprender a manejar ese acartonamiento depende en gran medida el éxito de este tipo de “montajes” en los que, aparte de los personajes con su estilo directo y dialógico, hay un narrador contando los hechos como si los estuviera viviendo en el instante de la transmisión.

Lo mejor del arte de escribir radioteatros se encuentra en la diversidad de recursos que el libretista tiene a su disposición para contar una historia o para disertar sobre un tema determinado. Lo más difícil, lo más interesante y lo más retador del oficio está en tener que ofrecerle al público varios cuentos y varios temas nuevos todos los días, así como respetar esa regla tácita de concisión gramatical y de intensidad semántica obligatoria en todos los medios de comunicación. De resto, el espacio para crear es infinito y no hacerlo es síntoma de negligencia, de mediocridad, de fastidio.

Despedida

Para finalizar me gustaría decirles que en este oficio no hay palabras definitivas ni verdades absolutas. Digamos que cada quien puede escribir como quiera o como el propio equipo con el que trabaje se lo exija. Después de todo, lo único que se impone en la radio es concretar la presencia de una prodigiosa e inagotable imaginación capaz de contar las mejores historias para un público que pide a gritos más y más entretenimiento.

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