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UN VIERNES CASI ROJO

Pilar Romano

 


Adiós, pero conmigo,
serás, irás adentro de una gota de sangre que circule en mis venas 
o fuera, beso que me abrasa el rostro
o cinturón de fuego en mi cintura.
PABLO NERUDA


Ya no llamaba la atención de quienes siempre transitábamos por allí, pero nos era inevitable mirarlo. Se pasaba horas frente a la vidriera de la única casa de modas del barrio, con los ojos fijos en la muñeca, que lucía ropa distinta cada semana pero conservaba imperturbable la mirada, una mirada que, para mí, escondía detrás del yeso una antigua súplica.

Él usaba siempre la misma ropa, ropa de pordiosero que no dejaba ver si era gordo o flaco, si sentía frío o calor. Tampoco era fácil adivinar su edad; decían que ya no era joven, pero su cara lampiña anunciaba que, en cierto modo, no había crecido del todo; la infancia y su memoria díscola seguían refugiadas en sus ojos de niño envejecido.

Eugenio se llamaba. Y mientras miraba a la muñeca de la vidriera recitaba a Neruda. Tal vez por eso le decían “Cartero”; muchos se encontraron con Neruda recién en esa película. Pero no Eugenio; quién sabe en qué tiempo Don Pablo le había mostrado su poesía. 

Lo mirábamos siempre, pero casi nunca pasábamos junto a él, tratando de evitar la consabida pregunta: “¿hoy es viernes”? Por alguna razón, uno se sentía compelido a decirle que no, como si adivinara que la pregunta tenía enredado el temor de que fuera viernes. Si alguien no le contestaba, lo perseguía con el interrogante hasta la esquina y luego volvía, casi corriendo, hacia la vidriera en la que seguía su contemplación.

Precisamente un viernes, al atardecer, me senté junto a Cartero en el cordón de la vereda de la “boutique”. Los atardeceres de viernes ofrecen un abrazo a la curiosidad por desentrañar cualquier misterio. “Quiero regalarle una luz que no sea la de ese reflector”, me dijo. “Pobre Matilde, siempre la misma luz...” La había bautizado Matilde, como el último amor de Neruda, tal vez para que le sonaran más de cerca los poemas que le recitaba. Dentro de un rato tendrá la de la luna, le dije. “Es que no quiero una luz tan blanca, le gustará más una luz rosada, no roja: rosada”. ¿La tocaste alguna vez? le pregunté, y recién entonces me miró. “¿No ves que hay un vidrio ahí?” me dijo, en tono de obviedad, pero giró la cabeza y miró el cristal como si lo viera por primera vez. “¿Hoy es viernes?”. Sí, le dije, aunque debiera enfrentar su temor. “Se va a quedar sola dos días...”, murmuró. ¿Vos no te quedás? le dije. “Sí, pero no puedo ir adentro ni regalarle la luz que le gusta”. Quise averiguar cuándo había leído a Neruda, pero no me contestó: se puso de pie y empezó a recitar “La carta en el camino”.

La tarde que se iba apenas se sostenía en el aire y parecían flotar los motivos invisibles, tremendos, que dormitaban detrás de los ojos y los versos de Cartero. No tuve ganas de pensar cómo podría conseguir él que le llegara a Matilde una luz no roja, rosada, y después de hacerle algunas otras preguntas que no respondió, lo dejé, justo en el momento en que se encendía el reflector de la vidriera. Caminé pensando que eso de la luz rosada era el capricho del momento, lo que se le había ocurrido decirme esa tarde. Seguramente al día siguiente volvería a preguntar si era viernes, pero tendría un berretín distinto.

Pasé de nuevo por allí cerca de la medianoche. A esa hora Cartero ya no solía estar frente a la vidriera. No pensaba en él, pero sentí como si una fogata encendida por un loco le daba un sentido distinto a la noche. Y Cartero todavía estaba allí, casi metido en la vidriera, tendido hacia adentro, como si hubiera logrado tocar al maniquí. Algo rosado, no rojo, le cambiaba la mirada a Matilde: Cartero había roto el cristal con una piedra en el puño y la luna, desde los trozos semejantes a diamantes teñidos de rojo sangre, le acercaba el reflejo que esa noche de viernes pudo regalarle Cartero, junto a quién sabe qué poema de Neruda.

 

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