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LOS ESCRITORES EN EL PAIS 
DE LAS HADAS

Carlos Yusti

 

La política es el arte de buscar problemas,
encontrarlos, hacer un diagnóstico falso
y aplicar después los remedios equivocados.
Groucho Marx


La literatura no es una variedad de la verborrea publicitaria, política o jurídica porque existe una exigencia de fondo ligada con la excelencia y la belleza. La literatura, aparte de talento, reclama a los escritores algo de lectura y un poco de esa tensión vital de la pasión y la experiencia. Escribir es una actividad apremiante, y encerrarse en una torre de marfil para llegar a dominar ese corpus complejo de las palabras, para encontrar (como los antiguos alquimistas) esa piedra filosofal de la metáfora luminosa que reivindique tanto al lenguaje como a la vida, es una actitud que ha devenido en tópico.

En nuestros días el escritor sigue batallando con las palabras y ha perdido esa aura romántica de poseso, al borde de la locura, escribiendo en su buhardilla a la luz de una lámpara. Hoy es a lo sumo un ciudadano tan gris como el que más, arrastrado por el viento de la historia en ese laberinto de la polis y, en su rol de ciudadano, su intervención en los asuntos que competen al conglomerado social es inevitable. El descuido al momento de utilizar el lenguaje es obvio, y un buen número de obras literarias contemporáneas chapucea en la mediocridad más aparatosa, sin realizar aportes significativos al canon de la literatura occidental.

El escritor es también un individuo que ha estado inmerso en el universo de los libros. Para escribir es un requerimiento indispensable ser un lector omnívoro. Cuenta en sus memorias el escritor Elias Canetti que en una oportunidad su madre le recriminaba el haberse sumergido en los libros, cuya devoción ella misma le había inculcado: "¿Cómo puedes opinar algo? No conoces nada. Sólo lo has leído todo". No es casual que el personaje principal de la primera novela de Canetti, Auto de fe, sea un sinólogo con una biblioteca que alcanza los 25 mil volúmenes, quien se trastorna síquicamente cuando debe salir de su biblioteca y enfrentarse a la vida real en las calles de la capital austríaca. No son las palabras que escriben el mundo, sino por el contrario, es el mundo quien le proporciona carnadura real a las palabras. Así, cuando el sinólogo escucha el canto de unas palomas: "¡Correcto!, dijo en voz baja y asintió con la cabeza, como siempre cuando una realidad concordaba con su imagen originaria impresa".

Lo escrito en los libros se ajusta a la realidad, pero con la novela de Cervantes sucede todo lo contrario: lo escrito en los libros de caballerías no engrana del todo en el mundo de don Quijote y Sancho Panza, no obstante al pasar los dos personajes por una imprenta descubren el libro que relata sus aventuras y descubren así mismo el libro de un tal Avellaneda que falsea (o narra desde otra óptica) nuevas andanzas. Con este hecho la realidad vuelve a tomar la palabra y todo comienza a tener sentido. De esta manera la literatura deja de ser una dulce efusión de historias que entretienen al lector para convertirse en una situación desgarrada que pone a prueba la realidad y sobre todo de ese arte peculiar de escribir novelas; del escritor en una situación comprometedora con la vida y el lenguaje.

Al escritor le pasa un poco como a los personajes creados por Canetti o Cervantes. Luego que abandona el universo cerrado de su biblioteca, que se desentierra de las páginas de sus libros, que escribe o lee, y sale a la mundanal metáfora de la calle, al hedor nada poético de la realidad, se percata de que la misma no ajusta en ningún discurso, que no se ahorma a las palabras y fluye con un ritmo diferente y que su fluir depende de muchos factores. El escritor se da cuenta de que para cambiar la realidad las palabras no son suficientes y él debe participar como otra pieza más del conjunto social. Se percibe no ya como un ser especial, sino como un ciudadano más que tiene que realizar sus aportes y sacrificios respectivos para que el tiempo que le ha tocado en suerte sea menos fanático y prejuicioso.

El escritor como ciudadano que interviene en los asuntos públicos no siempre acierta y a veces se encuentra apoyando causas, e incluso partidos, que nada tienen que ver con el humanismo o con esas cuestiones elevadas del espíritu. Algunos escritores pronto encuentran su sitio y se sienten a gusto en su rol de funcionarios para determinado gobierno; otros se ven forzados a ser parte del mobiliario de las oficinas de cultura hasta terminar haciendo juego con las cortinas y la alfombra. Los hay que se exilian y están esos escritores que siguen en su mundo sin reparar que el sol se ha vuelto a dibujar más allá de la ventana.

Nuestro país ha salido de una etapa política y recorre una nueva fase. Los acontecimientos y cambios todavía van ejecutando sobre la marcha y es imposible hacer algún balance tajante. Un buen número de ciudadanos toma partido; unos recelosos y otros convencidos de que ha llegado la hora redentora del pueblo. Como es lógico, los chulos y vividores de la política, diseminados en los dos partidos históricos de todos conocidos, con celeridad cambian de chaqueta y como camaleones truecan de colores y se mimetizan con los nuevas estructuras políticas, y hoy muchos están allí en altos cargos como furibundos izquierdistas encendiéndole cirios al Che y glorificando a un cantor como Alí Primera. Por supuesto hay viejos dinosaurios de la izquierda que tienen que estar codo a codo con estos advenedizos. Un escritor atento debe distinguir en esta mascarada política quién lleva el disfraz y quién asume con convicción su rostro.

Andrés Eloy Blanco, que es el mejor ejemplo del escritor del partido más que de escritor político, escribió en una oportunidad que para lograr una obra cargada de justicia y verdad era necesario estar rozándose y hasta mucho con la política y con sus verdades y mentiras. Es decir, tienes que enmierdarte las manos y el corazón para asumir tus responsabilidades ciudadanas.

Son muchos los escritores que creen estar un peldaño más arriba que la gente de a pie y uno que otro es capaz de expresar cuestiones como la dicha por la escritora Ana Teresa Torres en Alemania: "En Venezuela, mi país, en el que las nuevas generaciones literarias habían repudiado la vinculación del escritor con la política, la necesidad de pensar el país y de hacer valer nuestra opinión ha resucitado la preocupación de los intelectuales por las cuestiones políticas y sociales en tanto se han hecho de reflexión urgente".

En nuestro país el escritor siempre ha estado vinculado con el quehacer político y no desde ahora que han cambiado los actores políticos. En lo particular me he vinculado a la política no en mi condición de escritor, sino en esa poco feliz de militante y ciudadano. Que otros escriban las odas a Stalin, los Yo Acuso respectivos, firmar el manifiesto por la paz mundial. Yo no. Estoy en el bando de Voltaire, quien escribía sus panfletos y libelos para luego renegar de ellos. Soy de esa estirpe dañada del marqués del Toro. Me identifico con el estilo bandoleril de Rafael Bolívar Coronado. Quiero equivocarme como ciudadano, pero intento dar en el blanco a la hora de escribir.

Cuando de escribir se trata, el escritor no es como ese personaje de Alicia a través del espejo, Humpty Dumpty, que tenía control sobre las palabras y delante de Alicia sorprendida proclamaba: "Cuando yo uso una palabra, esa palabra significa exactamente lo que yo decido que signifique... ni más ni menos". Ante este acto absurdo Alicia protesta: "El asunto es si usted puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas distintas". "El asunto", replica de manera categórica Humpty Dumpty, "es quién es el que manda".

Las palabras están sujetas a los requerimientos del poder. El discurso del poder (sea político o religioso) busca amoldar la realidad a sus proyectos y planes. Hace todo lo posible para que las palabras se adornen y signifiquen resultados y balances que la realidad echa por tierra. Álex Grijelmo escribió que muchos políticos creen que alterando a su albedrío la forma de las palabras pueden modificar los conceptos. Incluso muchos piensan que a través de un florido lenguaje la realidad puede cambiarse, maquillarse o repintarse para que sea menos trágica. No obstante, sobre el silencio nadie ha colocado banderas de conquista, sobre el silencio nadie reina. Aunque con el poder nunca se sabe. En la segunda parte de sus memorias, titulada ¡Tierra, tierra!, el escritor húngaro Sándor Márai relata sus sinsabores bajo el régimen comunista entre 1944 y 1948, el año en el cual decidió exiliarse. Su justificación es peculiar y contundente: "En este punto comprendí que tenía que irme del país, no sólo porque no me dejaban escribir libremente, sino en primer lugar y con mucha más razón porque no me dejaban callar libremente".

He allí el ser o no ser de este oficio de escribir: que el escritor, aparte de la posibilidad de escribir sobre aquello que sea de su interés, tenga potestad sobre su silencio. No por casualidad George Steiner escribió: "El silencio es una alternativa. Cuando en la polis las palabras están llenas de salvajismo y de mentiras, nada más resonante que el poema no escrito". Álvaro Mutis, en una entrevista, aseveró: "El poder político es una maldición. Y todo compromiso que el escritor tenga con el poder político es una prostitución lamentable, un error brutal que va a pagar caro. Porque el político no perdona. Para el político el escritor es un escalón para subir, que rechaza una vez que ha llegado arriba". La literatura puede ser una trinchera contra los monstruos que van creando los delirios del poder. Aunque el mundo de la literatura es complejo y anfibológico en relación con la responsabilidad ética y hay indiscutibles hijos de puta que con un poco de poder no dejarían pasar la oportunidad para los pases de facturas respectivos. De igual modo hay escritores mediocres que son sólo comparsa en la foto de grupo del poder, y los cuales se apañan como pueden para figurar.

El mundo ideal para el escritor sería ese de los cuentos de hadas y en el cual Tolkien es el maestro indiscutible con su monumental saga El señor de los anillos. En los cuentos de hadas todo es sencillo. Por un lado está el mal y por el otro el bien. La pugna por dominar es inevitable. En ese reino de hadas, magos, princesas, dragones, elfos, duendes, hechiceras pérfidas y un etcétera de zoológica fantasía.

En los cuentos de hadas el mal mueve sus piezas como en un juego de ajedrez y poco a poco va acorralando al bien hasta que se llega a un punto en el cual éste decide desplegar sus fuerzas, que muchas veces son más de orden moral y ético. En los cuentos de hadas los dos bandos que se disputan la conquista del reino están definidos y cada cual opta por el bando con el que mejor se siente a gusto. No obstante, en la vida la maldad y la bondad tienen sus matices. En la vida lo que hoy parece bueno mañana quizá sea un horror y esa es la gran enseñanza de la existencia: todo parece suspendido con las pinzas del azar y para que el azar tome determinado cauce parece que es imperiosa la intervención de los individuos. Fernando Savater asegura que los cuentos de hadas no son brutales ni enseñan a serlo; son crueles, a menudo feroces, pero siempre defienden la pureza... tampoco dicen que la vida sea idílica, tranquila, armónica, siempre gratificante: dicen que, para quien lucha bien, la vida es posible sin dejar de ser humana.

La justicia, la libertad, el honor están mejor delineados en los cuentos de hadas que en los indigestos manuales de marxismo que me caletreaba en mi adolescencia militante. Estoy fascinado por ese universo en la cual la solidaridad, la lucha por la libertad, el amor por la verdad y la ética a toda prueba eran actitudes prácticas. De los manuales políticos jamás saqué nada en limpio, no obstante de la literatura nada realista he obtenido algunas herramientas para el diario existir. Rainer Maria Rilke escribió: "¿Cómo podríamos olvidar los antiguos mitos vigentes en el origen de todos los pueblos; los mitos de aquellos dragones que en el momento culminante se convierten en princesas? Todos los dragones de nuestra vida tal vez sean princesas que sólo esperan vernos un día, hermosos y temerarios. Tal vez todo lo terrible no sea, en el fondo, sino lo inerme, lo que reclama auxilio de nosotros".

La literatura es por antonomasia un discurso que se opone al poder en todo sentido. No es casual entonces que el escritor, en el bando que quiera militar, siempre sea visto con suspicacia. La literatura es un discurso que reivindica lo humano ante cualquier asomo de barbarie, revitaliza y magializa el lenguaje y por ende la realidad. Un escritor jamás puede ser un político consumado debido a que trabaja con las palabras, y esto requiere de una preparación continua y la política, como escribió Stevenson, es quizá la única profesión para la que no se considera necesaria ninguna preparación. La literatura es una manera precisa para que la imaginación y la belleza tomen la palabra o, como lo ha escrito Steiner: "Un gran poema, una novela clásica nos acometen; asaltan y ocupan las fortalezas de nuestra conciencia. Ejercen un extraño, contundente señorío sobre nuestra imaginación y nuestros deseos, sobre nuestras ambiciones y nuestros sueños más secretos. Los hombres que queman libros saben lo que hacen".

La literatura es un discurso que trata de ver el mundo desde otra perspectiva, que intenta brindar atisbos de fantasías e imaginación para que el hombre recupere su creativa locura, para que deje ese mundo grasiento y vil de oficinas con horarios y burócratas. La literatura, aparte de enseñarnos a ver de manera distinta la realidad de todos los días, coloca memoria donde por decreto, o desidia, se instala el olvido.


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