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VENTISCA

Acuarela Martínez

He dicho muchas veces que voy a abandonar todo. Y retomo la plumilla, vuelvo a comenzar. Muy dentro se pueden sentir agonizando mis ganas de escribir, breves, muy breves. Este persistente hábito de reinventarme, como su sufriera de un desdoble de personalidad. Unas veces eufórica y satisfecha, otras, por el contrario sufrida y fatigada, de pies pesados en mi andar, alquilando estrellas para asirme a la posibilidad de seguir viviendo, o lo que yo denomino vivir, que no es otra cosa que vivir ilustrando mis momentos de una pasión desbocada que le de un sabor distinto a los días.

En esta condición tan propia de planeta desolado, siempre a punto de ser conquistado, no puedo menos que sentir cobardía cuando emprendo nuevos proyectos. 

Tengo colecciones de farallones y los guardo con cuidado. Esto no tiene otra finalidad que recordar mis tropiezos y nunca más volver a transitar por el mismo sitio, nunca más.

Creo en ese milagro de lluvia, el que lava los dolores. He sido testigo más de una vez del arrastre producido por el rocío, del deslave de mi melancolía. Y vuelve, siempre vuelve como una inseparable compañera de infortunios.

No he tenido la pausa que esperaba. Una carencia tras otra me han fortalecido, enfriado mis fibras, soportado estos huesos que un día desmembraré para siempre como letras sobre mis papeles añejos.

¿Quién leerá mis bocetos de escritora cuando me haya ido? Permanecerán guardados para no doler en el recuerdo y un día, sorpresivamente aparecerán y serán desempolvados de acuerdo al lector que tenga a bien soltar mis letras en el vacío. Entonces ya no habrá riesgos que asumir, ni comentarios que evaluar. Lo escrito no tendrá acomodo y las angustias solo serán remembranzas de alguien que vivió deseando arreglar un mundo sin sentimientos. 

Ya nada podría importar. No más miedo. Sé que al irme, permanecerá colgada de las hojas de una flor de pensamiento, distante, observando a todos aquellos que desparramaron sales sobre mis llagas. Estaré también en el último escalón de las bodegas, esas donde se guardan los vinos blancos, allí me embriagaré de alivio para entender que mi alma es libre, que nada me ata al hambre de los poderes, que una bandera ondulará con el viento que produzco al pasar, para, quizás hacerles sentir a todos que siempre fui soplo de brisa sin pausa y que el aire es inalcanzable, mucho menos capaz de capturarse. 

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