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HACELDAMA 

Juan Planas

 

Efraín agregó leña y se alejó unos pasos para juzgar cómo andaba el horno. El tiraje era bueno -al menos, no era peor que de costumbre- y no se advertían fugas en sus paredes; si seguía funcionando bien, podría reanudar el trabajo; ya era tiempo, pues la reparación había dejado inactivo diez días al alfarero. ¿Cuánto aguantaría? Con suerte, unas pocas semanas antes de que nuevamente hubiese que parar para arreglarlo. 

El alfarero enjugó el sudor que corría por su rostro -al calor del horno se sumaba ahora el ardiente sol de la mañana tardía- y bebió un largo trago de agua de un jarro. "Tengo tiempo de hornear unas cuantas vasijas", pensó. Lástima que el día anterior, sábado, no era lícito trabajar, porque el horno ya estaba en condiciones; y Efraín necesitaba dinero, pues tenía que mantener una familia y además comprar la leña y los materiales para su taller. Ya estaba algo atrasado con el pago de la madera comprada a crédito.

A veces sentía la tentación de acudir a un prestamista para comprar el horno nuevo que necesitaba; el suyo era viejo y pequeño, tiraba mal, consumía demasiada leña sin poder alcanzar la temperatura adecuada ni mantenerla pareja, y a menudo sufría desperfectos que obligaban a parar la producción. Posiblemente, el horno estaba llegando al final de su vida útil. Pero Efraín no quería saber nada con los prestamistas. 

Hacía poco que había ido a ver a Tobías, el constructor de hornos más hábil de Jerusalén. Por quince monedas de plata, le haría el horno que necesitaba; por desgracia, Efraín no tenía ese dinero. "Aunque soy el alfarero más competente de la ciudad, no puedo producir objetos de buena calidad porque mi horno anda mal y no soporta la temperatura apropiada; para colmo, es pequeño y tengo que hacer hornadas reducidas. Y eso, cuando funciona", pensó con abatimiento. 

Tras colocar en el horno las vasijas que había torneado a primera hora, agregó algo de leña y se sentó en un banco. Se sirvió más agua mientras vigilaba el funcionamiento del horno. 

¡Si pudiese vender su campo! Aquel terreno, obtenido por herencia, era el más improductivo que había conocido en su vida. Sin agua, pedregoso, estéril, un verdadero erial. Jamás había dado un grano de cereal, ni podría nunca producirlo. Y era invendible; cuando se estropeó el horno, Efraín decidió que vendería su campo a quien le quisiera pagar las quince monedas de plata que necesitaba, pero todos le dijeron que no querían aquel terreno ni regalado. 

Efraín se levantó y fue a la casa para comer algo. Su mujer, Raquel, y los hijos habían salido con su suegra; le dijeron que iban en peregrinación al sepulcro de un famoso rabí que había muerto hacía un par de días, crucificado. Raquel siempre andaba detrás de profetas, rabíes y toda clase de predicadores. Pocos días atrás, mientras Efraín trabajaba afanosamente para reparar el horno, Raquel le había dicho:      "Fui a ver al rabí, y le dije: 'Maestro, tú puedes salvar a mi marido de la ruina'. Él me contestó: 'Dime lo que quieres, mujer'. Le expliqué que necesitabas vender tu terreno por quince monedas de plata para pagar el horno nuevo, y el rabí me dijo: 'Porque grande es tu fe, mujer; el día siguiente al sábado a tu marido le pagarán no quince sino treinta monedas de plata por su campo'. ¡Anímate, Efraín! Pronto podrás encargar el horno que querías para tu taller, y aun te sobrará dinero. Me lo dijo el rabí."

Efraín hizo caso omiso del vaticinio, que echó al olvido en el acto. No recordaba ya cuántas cosas le habían profetizado a Raquel todos aquellos predicadores a los que frecuentaba. La pobre iba de uno a otro, escuchando ávidamente sus augurios y exhortaciones. Estos últimos días no hacía más que hablar de la detención y condena de un rabí al que venía siguiendo actualmente. Aunque el suceso había causado bastante conmoción, Efraín, ocupado como estaba con los arreglos de su horno, no había prestado la menor atención al asunto.

El alfarero había terminado su magro almuerzo y se disponía a volver junto al horno cuando llamaron a la puerta. Fue a abrir y se encontró con dos hombres. Uno de ellos era Absalón, un comerciante de quien se decía que tenía oscuras vinculaciones con el Templo; era grueso, de tez grasienta y escaso de pelo. Era dueño de varios puestos frente al Templo, en los que se ofrecían a la venta palomas para los sacrificios y otros artículos. Ocasionalmente, era cliente de Efraín. Tiempo atrás, un desconocido había agredido con un látigo a Absalón frente al Templo. 

El otro hombre, un anciano alto y enjuto, a quien el alfarero no reconoció en el primer momento, miró a Efraín con ojos duros y escrutadores. Absalón hizo la presentación.

-Buenos días, Efraín... El pontífice Caifás ha venido a verte. Yo le acompañé porque él no sabía el camino de tu casa.

¡Caifás! El alfarero había visto al pontífice a la distancia, en ocasión de algunas ceremonias. Sin las vestiduras de ritual no lo había podido reconocer. Efraín atinó a pensar que todavía estaban sobre la mesa los restos de su almuerzo. 

Sin preámbulos, con voz segura, aunque revelaba fatiga, Caifás preguntó:

-¿Tienes un campo en venta?

Era una pregunta inesperada. Efraín tardó unos segundos en reponerse de su azoramiento antes de contestar.

-Sí.

-El Templo desea comprarlo. ¿Cuánto quieres por él?

La turbación del alfarero se disipó en un instante para dejar lugar al cálculo. Necesitaba quince monedas para pagar el horno nuevo; naturalmente, si se hubiese presentado un interesado cualquiera Efraín habría empezado por pedirle veinte para ir cediendo algo en el regateo. Pero el Templo era rico... Tal vez, si partía de un precio de veinticinco monedas, tras el regateo habitual Caifás aceptaría pagarle veinte. Comenzó su discurso:

-No pensaba venderlo, pues lo quería dejar en herencia para mis hijos, pero ahora necesito...

Caifás lo interrumpió con un gesto de impaciencia.

-Seguramente tienes tus motivos para vender el campo. ¿Cuánto quieres?

Efraín miró a Absalón, que callaba; tal vez estuviera enterado de que había tratado de vender el terreno por quince monedas, y el alfarero se preguntó si el comerciante lo delataría. Decidió arriesgarse.

-Pido veinticinco monedas.

Absalón pareció sorprendido, pero se mantuvo en silencio. El alfarero quedó esperando que el pontífice comenzara el habitual regateo; hasta temió que se encolerizara ante el precio solicitado, pero Caifás se limitó a contestar:

-Te pagaré treinta.

Absalón abrió la boca para decir algo, pero el pontífice lo miró fijamente y el comerciante volvió a cerrar la boca y se mantuvo callado. Efraín, demudado, no respondió.

-¿Aceptas o no?

Efraín asintió en silencio. Caifás extrajo de sus ropas una bolsita, la abrió y echó sobre la mesa las monedas de plata que contenía.

-Cuéntalas y comprueba si no tienen defecto.

El alfarero contó las monedas. Eran treinta, en buen estado, de buena ley. 

Caifás tomó de la mesa un jarro con agua, se lavó las manos, como si la bolsita lo hubiera contaminado, y tras secarse abrió un estuche que llevaba y extrajo de él un pergamino e instrumentos para escribir.

-Traje el documento de la venta. Si no tienes nada que objetar, firmamos el acta.

Efraín firmó el documento. Caifás lo guardó en el estuche, se despidió lacónicamente de Efraín y se fue con su acompañante.

El alfarero quedó solo, contando y volviendo a contar jubilosamente las treinta monedas. Todavía no podía terminar de creer lo que había pasado. De repente, se acordó de las vasijas que estaban cociéndose. Fue a ver el horno y comprobó que ya estaban listas. Las retiró y decidió que ya había trabajado bastante por aquel día. "Luego iré a ver a Tobías para encargarle el nuevo horno", pensó.

Volvió a la casa y se sirvió una generosa copa del vino que reservaba para ocasiones especiales. "Hoy no tengo por qué tomar ese líquido avinagrado de todos los días", pensó.

"Nunca hubiese creído que Caifás en persona vendría a mi humilde casa de artesano, y menos para comprar mi propiedad. ¡Qué aire de fatiga que tenía! ¿Para qué querrá el Templo ese terreno? En fin, no es asunto mío. Por un momento, temí que Absalón dijera que yo estaba dispuesto a vender el campo por quince monedas y me estropeara el negocio."

Bebió un trago de vino, lo paladeó con delectación y prosiguió sus reflexiones.

"Ahora que lo pienso, el acta ya venía escrita con el precio, como si Caifás hubiese resuelto pagar treinta monedas, ni una más, ni una menos. ¡Qué cosa rara! ¿Y por qué se lavó apenas dejó sobre la mesa el dinero?"

Después de meditar unos segundos, llegó a la conclusión de aquello tampoco era asunto suyo. Bebió otro trago y lo paladeó lentamente. "En adelante no tendré que interrumpir mi trabajo porque se estropeó el horno; y podré hacer cerámicas de mejor calidad, y en cantidad mayor. ¡Cuando se entere mi mujer de que vendí el terreno!... Y, además, me pagaron no quince sino el doble. Hasta podremos hacer algunos arreglos en la casa."
Terminó el vino y se levantó. "¡Cómo tarda Raquel! Ahora recuerdo que ella me dijo que el rabí que ejecutaron el viernes le había profetizado que hoy me iban a pagar no quince monedas sino el doble... La verdad es que acertó. ¿De dónde era ese predicador?" Efraín trató de hacer memoria. "¡De Nazaret! ¡Me acordé! ¡El rabí era de Nazaret! Bueno, iré a encargarle el horno nuevo a Tobías. El nombre del rabí ya me lo dirá más tarde Raquel." 

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