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UNA NOCHE DE SUERTE Angeles Charlyne -Negro
el 24 -dijo el cabecilla de la
mesa. Los dos granaderos que lo rodeaban se mostraban tan impasibles como el
pensador de Rodin. Recorrió con mirada de águila el área a depredar, es decir
la de los apostadores. Había sido educado en la ausencia de la consideración. El
juego no concede franquicias. Se juega para ganar. Y para ganar la gente hace
cualquier cosa, fue el axioma que
gobernó esa formación, que lo ponía a cubierto de emociones dudosas, frente a
la catástrofe, de los otros, por supuesto. Notó
que la rubia, rápida para elegir, exhibía un debutante parpadeo en su ojo
izquierdo, probable síntoma de nervios forasteros. “Hasta
que la muerte nos separe” -se dijo cuando notó que el marido, probable, luego
de seis noches seguidas, en la mesa de ese casino donde lo primero que se
aprende es la familiaridad, le regaló la deducción. Claro
que a la pareja él la fichó por ella. “Es una máquina” -pensó- y como
tal no le perdía pisada. El marido tampoco, pero supo hacerse lugar para que
ella supiera que, entre la multitud -toda
una exageración-, tenía un lugar especial a la hora de la vacilación del
“no va más”. A
la izquierda del rastrillo, hubo movimientos. La morocha, vestida para matar, no
perdía oportunidad para hacerse notar, a pesar de que la postura era
infinitamente inferior, a lo que mostraba su generoso escote. Esa
noche, parecía que todas las
bellas habían sido nominadas congresales. Le sorprendió que, justo ocurriera
en las dos horas de su turno, junto con sus escuderos, porque ser el lanzador de
la bola salvadora, le confería cierto endiosamiento y respeto; sus compañeros
cruzaban rastrillos, contaban y pagaban, con la religiosa puntualidad, que sólo
provee un Dios trasnochado o borracho. El
murmullo de la respuesta al 24 le movilizó adrenalina. Sabía que un terremoto
estallaba a los pies de quienes, inquietos, vagaban alrededor de la mesa. Casi
un ballet de la causalidad. Las
copas, transpiradas, viajaban presurosas buscando la sed inacabable. Notó,
repentinamente, que la casilla del 24, por esas cosas azarosas, estaba limpia.
Nadie había dispuesto una ficha de confianza. Las
mujeres hermosas, como cuando regresan de la pasarela luego de exhibir una
prenda, hicieron un discreto mutis, para retirarse con el donaire suficiente que
les impidiera mostrar la bronca acumulada. Reparó en la pareja -para él,
matrimonio-, que se miraban sin pestañear. “Un baño de soledad, nuevo, había
descendido sobre ellos”, pensó. -Te
dije Juan que, aunque sea, le pusieras una ficha -fue el lamento de ella sin
mirar la casilla vacía-. El, estólido, sólo
atinó a un -Me pareció mejor el
34. Ella sin apartar la vista y moviendo su cabeza de izquierda a derecha,
crucificó: -24 es negro y 34 rojo -su laconismo era más potente que un pan de
trotyl-, para desmoronar la excusa, se dijo él, testigo auditivo preferente, sólo
por escuchar. –Sucede que me pareció oír 34 -insistió el marido -supuesto-,
ansioso que la cacofonía, resultara un habeas corpus, que lo salvara. La
mirada de ella, definitiva y plural, antes de descender al paño verde, fue
anticipo de la potencia conque se recita un epitafio –Era nuestra última oportunidad de corregir la locura de
apostar y salvar la casa -dijo. El
testigo silencioso, pensó “la locura de apostar es incurable, letal, terminal
y nada da respuestas ni soluciones, sólo excusas”. El
supuesto marido, abrumado, decidió emprender la retirada. Ella se abrigó, con
un gesto, lo único que tenía a mano. Todos notaron que un frío repentino cruzó
la sala, habitualmente templada por las apetencias potenciadas. La gente, en ese
momento, como en luto colectivo se marchó de su mesa y el hombre por primera
vez vaciló. Su indiferencia pareció resquebrajarse. En
cada una de las otras mesas, el decoro de la curiosidad sobrevivía y también,
porque no, la necesidad de ganar. La
puerta de la sala del primer piso de ese hotel veraniego, donde funcionaba el
casino, se abrió repentinamente y el hombre delgado, vestido de oscuro, que se
restregaba las manos esa noche de febrero, transportando el frío de la multitud,
se aproximó a la barra del bar, para pedir una bebida. Desde allí dirigió una
mirada circular, casi indiferente, musitó algo audible para el barman y caminó en dirección a la mesa
abandonada. La
pregunta rebotó en el cerebro del lanzador -¿Se juega en esta mesa? -el
asentimiento fue un gesto en la tormenta del silencio-. La ruleta volvió a
girar. Afuera
un estampido, apagado, conmovió a propios y extraños. Alguien terminaba con
las dudas. La
mujer -supuesta por el lanzador- demudada reingresó a la sala. Nadie necesitó
corroborar que había ocurrido. El
hombre vestido de oscuro, ajeno a los sucesos de los otros, apostó con fichas
grandes -Negro
el 24. La
mujer desvalida de la vida y estrenando su flamante soledad se dirigió a esa
mesa y se detuvo a su lado. El
hombre le palmeó la mano. La
voz del lanzador, ligeramente temblorosa, apuntó al único apostador –Negro
el 24. ¿Será
casualidad? -se dijo el croupier-. Y la voz del hombre que comenzaba a recoger
las fichas con una mano, con la otra atrapaba la de la mujer, le respondió el
pensamiento –Hijo te olvidaste de
aprender a sumar. Ese es mi número. Ambos
se marcharon. La mujer, parecía sentirse mejor. |
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