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 PIEDAD

Daniel Alejandro Gómez

 

            Lo que la sufrí en la adolescencia. La sufrí y la sufrí, pero resistí. Sobreviví. Después la pasé muchísimo peor por un tiempo, al borde, literalmente, de la muerte, y también salí, volví a salir; pero me interesa un poco contar algo de esa época, cuando sufría eso que hoy se llama el acoso escolar, hay varios chicos que se suicidan por eso.

            A mí me iba bien con el colegio, en mis primeros años. Todos me respetaban, y no sé porqué, porque yo era callado. Pero me tenían en buen concepto, todos. Yo era una buena persona para todos.

            Bueno, pero después tuve problemas personales, y cambié el colegio. Ahí empezó eso del acoso escolar. Lo sufrí, lo sufrí durante siete años seguidos. Yo, encima, ya venía con problemas psicológicos de antes, pero eso del maltrato, de las bromas malas, feas, pesadas, no me ayudaba en nada, claro. Yo al principio la aguantaba bien, medio jovial. La cosa me dolía, pero pasaba. Después, al empezar la secundaria, mis problemas personales eran peores, ya sufría, y sufría de lo peor, intensamente, muy intensamente, y ya las bromas se me hacían demasiado sensibles, yo sí que estaba en carne viva. Pero volví a soportar; me gustaba, a mí me gustaba vivir. Y no pensaba, de ninguna manera, aunque sí que la pasaba mal, y ojalá esto les sirva a otros que estén en esa situación, en matarme.

            Y tenía muchas cosas, muchas cosas. Tenía violentos dolores físicos psicosomáticos, y eran crónicos. Todo el día, desde la mañana hasta la noche, sufría, sufría esos dolores en todo el cuerpo. Y las palabras de las burlas se me metían en el cuerpo, y yo las sufría, y no lo podía evitar. Trataba de comprenderla, trataba de comprender lo mejor posible que ellos, los chicos de la segunda ronda de cargadas, los chicos de la secundaria, no tenían porqué saber de mis problemas personales ni de mis problemas que yo arrastraba en mi psicología. Pero, pasado un momento, se me hacía difícil, muy difícil. Resulta que, ya tan desmoralizado, ya cansado de todo eso, aunque yo sí que tenía sangre, tenía resistencia, ya estaba tocado, no podía hablar, no me salía el habla, no podía defenderme verbalmente. Ya sufría hablando. Ellos tampoco tenían porqué saberlo, tampoco. Pero también se rieron de eso, se rieron a carcajadas. Y las bromas eran más pesadas, más pesadas, y yo ya me estaba maliciando algo de todo el mundo. E incluso de mí mismo. No, me decía, no, esto es crueldad. Los miraba a ellos, muy interesado, ya a veces un poco indiferente por el daño que me sentía y mi sufrimiento, así como objetivo y frío, y me preguntaba en general por la naturaleza humana. En serio que me lo preguntaba. Me lo preguntaba muy seriamente. Incluso por mí mismo, me preguntaba si yo, en el fondo, no sería así. También me preguntaba si, al fin y al cabo, con tanto rechazo, tanta soledad, no sería yo al fin y al cabo una mala persona. La teoría de la manzana podrida digamos.

            Así que me afectaban, sí que me dolían, las bromas en el colegio. Al principio me las tomaba como bromas de chicos, más todavía que yo era muy inepto socialmente. Me enojaba, pero nada más. Yo tenía problemas personales, y estaba en carne viva, ya lo dije. Pero ellos, pensaba yo, mis compañeros, no tenían porqué saberlo, y yo hacía esa salvedad. Pero tampoco podía hablar, lo dije también, y estaba completamente desmoralizado y yo no podía, no podía hablar, no me salía el habla, no podía responder, no podía defenderme. Ponía la cara para los golpes y nada más. A veces, sentía verdadero desprecio.

            Y como no podía hablar mucho, estaba terriblemente inseguro, y es que no podía hablar, lo digo y lo digo; y eso fue acicate para que se exaltaran en las bromas. Ahí fue cuando para mí se fueron a otro lado. Yo no estaba seguro de nada en esa época, pero de eso sí:

            -Están haciendo crueldades, están haciendo crueldades-me decía-. Me las están haciendo.  

            No sabía, no sabía si yo era malvado, si yo era malo, y por eso se me trataba así. Tampoco sabía de ellos, no sabía muy bien de los seres humanos en general, me la estaba preguntando. Me la maliciaba. A veces, me decía: no, mejor no, mejor que no se estén dando cuenta.

            Y también pensaba: no, no, déjenme en paz, déjenme tranquilo. Es que ya no lo aguanto mucho.

Y, al fin: un poco de piedad.

Un poco...

            Había un grupo de chicas que me pinchaban. Y me pinchaban bastante, y yo siempre con esa duda de si se daban cuenta o no; si eran, tal vez, seres humanos en fin.

            Una se llamaba Laly. Parecía una chica alegre, simpática- excepto conmigo claro- pelirroja, excesivamente maquillada.

Yo tenía en cuenta de que no la conocía…

Pero a mi resultaba, esencialmente, aunque en el fondo de mi corazón seguro que no mala, sí una persona un poco insulsa, superficial; y encima, yo varón al fin, ni me gustaba. No tenía, aunque tocando de oído, muy buen juicio sobre ella; así era la cosa. Y, además, me pinchaba, sí que me pinchaba, y como yo estaba en carne viva, me dolía, pero no mostraba mis emociones. Estaba duro, como una piedra. Me las aguantaba, no lo mostraba.

            Así que yo estaba muy dolido, yo estaba seguro de que todo eso era cruel: las cosas sobre mi aspecto físico, mi forma de ser e, incluso, y era lo peor, la gana de maliciar acerca de mi persona.

            Yo quería hacer daño, quería devolverla lo mejor que pudiera. Estaba realmente dolido y ofendido, y yo sentía que tenía razón al querer ese daño, porque estaba seguro de que se habían pasado al terreno de las crueldades. Pero ni podía mucho, y, en la indiferencia, o también en una extraña tristeza hacia todo, tampoco tenía muchas ganas de hacer daño ni poder. No, no, me decía  yo, esto está mal, muy mal. Por alguna razón está mal.

            Pero un día dije no sé qué cosa, y habrá surtido su efecto. Se lo dije a otra persona, no a Laly. Pero entonces ella me habló.

            Me miró directamente a los ojos, y ya sin ganas de pincharme, ni de hacer broma alguna. Estaba muy seria, y en ese momento no me parecía una persona insulsa.

            -Sos una mala persona, Gómez. Eso fue cruel. Por eso estás así.

            Lo dijo seria, y como decidiéndose acerca de mi personalidad. Nunca la había visto tan seria; acaso tan humana. Yo me quedé mirando para otro lado; no sé de mi reacción física; pero luego la miré otra vez, y vi que se agachaba, se agachaba para escribir, y ahora se sonreía, se sonreía:

Indecisa, arrepentida:

            Y me volvió a mirar:

            -Te toqué, Gómez-yo estaba sorprendido-, te toqué.

            Hizo silencio, y agregó, con seguridad, como sospechándose la herida; puede que queriendo comprender algo:

            -Eso te dolió. Te toqué. Te toqué.

            Yo largué una catarata de improperios, porque no deseaba mostrarme emotivo.

            Ella se quedó muy, muy tranquila. Con gesto de decir no, no, no estás tan así… Se sonreía, se sonreía socarrona, pero más humana; me estaba pareciendo humana.

            Y dijo:

            -Estás mintiendo, Gómez. No me lo decís en serio. Estás mintiendo.

            Después dijo, y siguiendo en la duda; murmurando:

            -Te vi. Te vi.

            Luego se puso a escribir nuevamente, medio sonriéndose; y ya alzaba la voz otra vez:

            -No, está bien. No sé, no sé…

            Me miraba; se reía, se reía ahora; pero también puede que con un poco de pena:

            -No sé, no te conozco, Gómez, no te conozco-y me señaló: -. Pero te afectó.

            Así quedó la cosa, y yo me la olvidé al minuto, porque no me interesaba mucho. Eso pensaba yo, aunque sabía que, de alguna forma, había dejado traslucir mi dolor. Y yo no había querido, no había querido que se dieran cuenta; un poco por aguantarla, otro poco porque no me interesaba que supieran mis sentimientos, otro poco porque me daba vergüenza.

            Al año siguiente seguían pinchándome, y yo seguía en el aguante, lo mejor que pudiera, al borde de mis fuerzas emocionales, en vista de mis problemas personales, y de la crueldad que yo veía en todo eso, en aquellos tres primeros años. Y yo muchas veces deseaba poder hablar, tengo que decirlo, para largarle- por ejemplo a Laly- algunas crueldades que me salieran; hay que confesar a mi mala intención también, eso de devolver la crueldad, a mí me parecía entonces lo justo.

            Pero ella volvió a pincharme, no me acuerdo con qué. Y entonces habré reaccionado en mis gestos, porque claro que yo nunca hablaba, puesto que dijo, y ya negando en un gesto amargado con la cabeza, y puede que decidida; y también algo dulce, sacándose una cosa así como de tristeza:

            -No, Gómez, tenés corazón. No te jodo más, tenés tu corazón.

            Pero luego, y como para ella misma y para todo el resto del curso- y fue algo que le hacía dolor, eso parecía con dolor-, y diciéndolo todo al fin:

            -Además, está sufriendo.

            Lo dijo.

Lo dijo ahogada.

Y se lo sacó ahogándose, y yo noté que terminó doliéndole; se ahogó nomás en esa intimidad, y, en medio del silencio, le subió como un llanto del estómago a los ojos; pero se aguantó.

Se le descompuso un poco el gesto; aunque una chica que estaba junto a ella puso una mano en su espalda.

Lo había dicho, ya lo había largado a lo que todos me sabían:

El sufrimiento.

            No me permití mostrar mis emociones tampoco. Pensé que iba a reaccionar con bronca, porque no me gustaba que supieran mis emociones, o vergüenza. Pero la verdad es que me ablandé: yo me ablandé bastante. Sí, por poco había llorado, por un pelo ella no había llorado por mí.

-No- me dije-, todo esto no es tan así, no es tan así. Algo anda mal, no funciona. Solamente es una confusión. Está bien-seguía-, no es tan así.

Tenía también piedad, algo como una piedad por todo ese asunto.

Al final dejé de sufrir el acoso escolar. Ya no me maltrataban, me dejaron en paz. Incluso me hacían fuerza para que me integrara, pero yo seguía dolido, seguía dolido: y tengo que decirlo, guardaba el rencor. Pero también estaba tocado, estaba tocado. No podía hablar, no me salía el habla. No podía comunicarme, por más que quisiera; no me daba la cosa para hablar. Y también es que quería el rencor, al principio, aunque me tenían ganas de que me integrara; no, sí, yo quería mi rencor, lo deseaba. El rencor me parecía algo justo. Luego, sin embargo, ya no lo quería, pero sí, sí, lo tenía, lo tenía nomás. Y contra eso ya no la podía; guardaba rencor: yo no lo podía evitar, y el destino parecía que a esa no me la hacía ganar: contra eso ya no podía pelearla. Después incluso ya quería la cosa de relacionarme un poco más, y después, para mi alivio, quería bastante, pero no podía. No podía y sí que no la podía.

Y me acuerdo, entre otras cosas, de Laly. Ella me hacía bromas, bromas amables. Pare que entrara en el juego, de buena intención. Sí, le veía la buena intención, pero no terminaba de agradarme mucho. Y además había otra cosa. Guardaba ese rencor, aunque yo veía la buena intención; pero lo digo, una vez más: no podía, no podía dejar de guardar rencor en el fondo de mi corazón; eso no me dejaba.

Y ella un día me dijo, y se le pusieron húmedos los ojos, lo dijo con un poquito de bronca, un poquito de tristeza, pero trataba, quería comprenderme:

-Está bien, Gómez. Te jodí, te hice sufrir. Guardáme rencor. Te entiendo.

Me vio el rencor, me lo había visto. Todos me lo veían.

Me ablandé otra vez un poco. Pero no podía decir nada, no podía hablar. Me dije:

-No, está bien, está bien. No pasó nada.  

Pasaron los años y estaba bien, la estaba viviendo. Aunque pasé un bache donde de nuevo sufría, y tuve amarguras y fracasos, de verdad que la vivía; estaba muy bien, realmente muy bien, veía que mucho más optimista y satisfecho que la gente en general, aunque seguía sin poder comunicarme mucho. Estaba contento y orgulloso de mí, y de la vida en general: la pude, me decía, la pude. Me la jugué y la pude. Había salido del infierno; la pasaba, sí que la pasaba bien; muy tranquilo, muy calmado. Y contento, yo estaba condenadamente contento con todo; así, pues, que generalmente estaba contento y de buen humor.

Tenía la costumbre, hacia los 22 años, de hacer paseos solitarios por las plazas. Solía ir a la Plaza de Martínez, la plaza donde estaba mi antiguo colegio de la adolescencia; no me quedaba muy lejos de mi casa. Y hay un recuerdo que no se me quiere ir en todos estos años respecto a esa plaza.

Una noche fui; eran las once de la noche. Me acosté en un banco de la plaza y miré el cielo: ahí estaba la luna, toda tan blanca, tan pura, y todo ahí, aunque soy medio ateo, se veía limpio y fuera de toda suciedad, con algo de parecido a Dios. Entonces me sentí bien, muy bien, estaba pacífico, y ya rozando la felicidad. Era, era otra vez. La sentía:

 Piedad.

Sentía, en todo el cuerpo, piedad…

Pensé, pensé en cosas, en gente, en mí; sentí, entonces, piedad por muchos, por mí y por muchas personas, tal vez, y, aunque teniendo en cuenta que las cosas grandilocuentes no terminan de encajarme, también por los seres humanos en general; y también tenía que ver el rencor en todo eso: ya, ya se me iba, se iba. Había estado ahí, guardado y acechando, molestándome, como escupiéndome el alma, durante tantos años y tanto tiempo, pero se iba, ya se estaba yendo, se iba el rencor que me había ganado, y que no me dejaba, no me dejaba estar solo. Él me soltó al fin la mano, me dejó solo, ahora, en ese momento, y en todo el cuerpo; sentía piedad, era la palabra y yo no podía dejar de escucharla, de sentirla; piedad, por todo eso, todo el asunto.

Yo me conmoví, me conmoví bastante por las cosas, en general. Por todo tal vez.

Pero también por poco me echo a reír; es que estaba contento y el tema parecía mucho más simple, mucho más simple. Y me decía para mis adentros:

-No, piedad, piedad-y la palabra me salía, me salía, aunque yo era poco amigo de ese tipo de palabras demasiado gruesas y altivas, y seguía:- No es todo tan así, Daniel, al final no es todo tan así, no es tanto. Es confusión, hay confusión. Nada más es eso. No es tan, tan así como parece…

Y así que yo no me acordaba, pero, años después, me acordé de esa jerga íntima, de ese lenguaje como del corazón; sí, lo había usado, lo había usado en mi adolescencia, en el colegio, y pudo venirme después, digamos, hacia el mundo en general. 

Mi lógica, desde entonces, hay veces que me quiere decir que sí, que es todo un poco así como parece; pero, sin embargo, muchas veces me quiere volver esa jerga íntima, esa piedad hacia las cosas malas que me veía en mí mismo y en los demás-y hacia el rencor también, ese rencor que no me dejaba, y al que yo no lo podía-, hace tantos años, en el colegio secundario:

-No- me dije-, todo esto no es tan así, no es tan así. Algo anda mal, no funciona. Solamente es una confusión. Está bien-seguía-, no es tan así…

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