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LA MUJER GUITARRA

Migdalia B. Mansilla 


Caminaba cadenciosamente.  Tongoloneaba su andar sin reparos de angustia alguna por lo que los hombres y algunas mujeres podrían sentir al ver las caderas cimbreantes y las faldas volar de un lado a otro. Eso pasaba con faldas, porque con pantalones parecía que el mundo daba vueltas y el misterio se hacía al no caerse con tanto balanceo. 

Se llegaba a la conclusión que Einstein tenía razón con aquello de la gravedad y la relatividad. La gravedad estribaba en los deseos ocultos que provocaba aquella mujer, piel canela para más señas, para más tortura de quienes a diario la miraban pasar. La relatividad, en lo relativamente prodigada que era la mujer que llamaban cuerpo de guitarra. 

Aconteció un día de estos días calurosos, húmedos, vacíos de noticias, de sorpresas y de chismes nuevos para las otras mujeres del pueblo, que sólo llegaban a veces a cuerpos de cuatro o requinto, pero que les saltaba la lengua dentro de la boca agudizando vista y oídos para llevar y traer lo que ellas no tenían para dar; aconteció, repito, que apareció en el pueblo... (por qué será que todas las historias picantes y sosas pasan en los pueblos; será por lo de pueblo pequeño infierno grande)... un hombre alto, moreno claro, de biceps bien formados, de bulto bien visto por todas las mujeres y por algunos hombres también, llegó pisando fuerte, con voz grave y mandona. 

Se paró en una esquina, encendió un cigarrillo, aspiró el humo, aunque por la manera de aspirarlo parecía el cigarrillo lo aspiraba a él. 

De lejos columbró a la guitarra que venía hacia él por la misma calle. La miró con lujuria, se le acercó al momento en que captó el guiño cómplice de la morena, la saludó con un dedo puesto en la frente e inclinando levemente la cabeza, le pidió acompañarla, ella accedió y en el camino la invitó a un refresco en la bodega del pueblo. La mujer morena de cuerpo de guitarra, aceptó. 

El hombre de buen ver se llevó a la mujer a un paraje cercano al pueblo, para mirar mejor el paisaje, para meterle mano además de otra cosa. 

La mujer de pronto lo rechaza, lo aparta, se sube lo bajado, se alisa la falda y le dice: -mira, mejor lo dejamos hasta aqui y nos vamos- 

Se desprende del hombre y no permite ni un roce más.

El tipo se pone como plancha de chino por lo caliente de la afirmación y por el calor que lo dejaba frío. 

Volvieron al pueblo. De repente aparece un hombre pequeño, casi enano, feo, agarra a la mujer por el brazo, la baja hacia él, la besa en la boca y le pregunta dónde había estado.  Le respodió que indicándole una dirección al forastero. El forastero los mira asombrado.  La mujer guitarra antes de irse con el hombre contrahecho, le riposta muy cerquita:
-todo depende de quien toque la guitarra y éste es un Alirio Díaz y tú no eres ni aprendiz-. 

El hombre que era alto, guapo de buen ver, de frente abultada y creído, se encontró con un pentagrama que le escribió otra canción.

Se fue rascándose la cabeza y sintiendo en el bajo vientre, un bajón inesperado.

Definitivamente, las apariencias... engañan. 

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