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SIEMPRE LOS NIÑOS

Camilo Valverde Mudarra
(*)


La Naturaleza se enfurece. Si tuviera sentimientos, pensaríamos que nos castiga y reivindicaríamos respeto a nuestras libertades; si fuera una Madre, diríamos que es una mujer desnaturalizada y la llevaríamos a la justicia de los tribunales; es dura y cruel, olvida el beso y el abrazo; se ensaña con los pobres y desvalidos, se traga a los niños,  sus propios hijos. Siempre ha habido glaciaciones, hundimientos de Atlantidas, Vesubios que arrasan y petrifican. Siempre los desastres, con el calor de sus incendios o con el frío de sus inundaciones vienen a apilar sus víctimas en las precarias Indonesias, en los míseros Haitíes, en las hacinadas cabañas y chabolas de Tanzanias y Guatemalas, que ya sucumbían poco a poco en el fuego de su hambruna o temblaban en la gélida sed de sus aguas insalubres. Y sabían que existían aparatos y artilugios capaces de detectar maremotos, pero, para ellos, no se instalaban. Eran pasto fácil de la necesidad y la pobreza entre la prostitución turística y la mafiosa esclavitud, pero, para ellos, no había cimentaciones consistentes ni estructuras adecuadas.

Ya moribundo el año 2004, vino a dar un estertor de furor que lanzó enfurecidas olas al pacífico círculo del sureste asiático, arrasó sus costas y engulló a sus gentes desprovistas. La calamidad alarga su rabia de dolor; ahora, bandas mafiosas, camuflando su depravada estrategia bajo el disfraz de benefactores o de familiares y aprovechando el caos reinante, raptan a los niños indonesios en redadas de huérfanos del maremoto; decenas de falsas ONGs pululan ofertando su amparo a los pequeños desamparados que serán entregados después en pingües adopciones y tráfico sexual, pues la “mercancía” se encarece y proporciona negras bolsas de dineros.   Algunos han conseguido que instituciones estatales les entreguen muchas criaturas sin exigirles la imprescindible identificación. 

Los niños, siempre los niños, son el suculento yantar del terrible mordico de la catástrofe. Atenaza el alma con dolor incurable que los niños, luz de gloriosas auroras, vengan a ser obscuro comercio de esta chusma, cuya existencia pestilente es desgracia mucho mayor que el terremoto. Enerva el usufructo del infortunio. Asquea el saqueo que sucede tras la sacudida sísmica. Igual que almas buenas se apresuran a llevar su socorro, otras, los buitres, se lanzan a las ruinas doloridas rebuscando en las ropas de los muertos sus carteras. El mal asedia, se resiste y campea; la maldad vigila, ahoga y asesina, si no se refrena, combate y se extirpa. No hay que soportar ni permitir su existencia. Hay que cultivar la virtud y pisotear con denuedo la maldad. El rapto de los niños destrozados por las intensas olas, es especialmente nauseabundo.   Sin embargo, descubierto el fraude a tiempo, respiramos aliviados de haber cortado la doble desgracia que sobrevenía a los huerfanitos. 

Se reúne la O.N.U y acopia tres mil millones de dólares de ayuda y se celebra la cumbre de países donantes en Yakarta. Ciertamente, hay gente de limpios sentimientos.  Las tragedias suscitan la bondad, como también atraen la escoria inhumana y miserable de sujetos sin conciencia. Innumerables lágrimas y sumas de caridad solidaria han volado y corren hacia los supervivientes desolados. Son muchas las naciones que se han movilizado, muchos los organismos internacionales que prontamente han dispensado socorros y enseres; y muchos los profesionales, especialistas y voluntarios que han acudido a sanar, asistir y sostener a los que, atónitos y aturdidos, huyen sin norte, sin asidero al alcance.

OJOS AGOSTADOS 

Ayer Chechenia,
hoy Mozambique,
mañana Uganda.
Y fue Kosovo y Timor,
Venezuela y Guatemala,
Africa y La India
Brasil y Turquía.
El suburbio y la chabola.
Aquí o allí. Es igual.
Siempre el mismo frío,
el mismo dolor,
el mismo gemido,
el mismo océano sin sol.
La patera, el Estrecho
y la puerta de la Catedral.
Hambre y sed,
andrajos de injusticia,
harapos de rencor.
Hombres de indigencia,
mujeres de opresión,
niños para la bomba,
niños de prostitución,
de fusil al hombro,
grey de gleba y esclavitud.
¡Manos retorcidas!
¡Ojos agostados de llorar!
Venid, juzgad y mirad
las poltronas hediondas
con rameras ataviadas
de joyas oblongas 
en mansiones decoradas;
los avaros en bancos sacrosantos 
ahítos de plata y camas redondas,
indemnes e insensibles al quebranto
con panzas gordas y caras orondas,
ajenos al dolor y lejos del espanto. 

(*)Lcdo. en Filología Románica 
Catedrático de Lengua y Literatura Españolas, 
Diplomado en Ciencias Bíblicas y poeta.

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