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LA PINTORA OBSESIONADA

José D. Diez

Había algo en aquella mujer que la distinguía del común de las mujeres. Nadie comprendía su afición, casi obsesiva. Cuando sus obligaciones se lo permitían, se encerraba en un estudio y se entregaba en exclusividad a pintar. Pero esto, que podrían muy bien hacer otras mujeres, en ella era singular: sólo pintaba niños, niños y niñas siempre con el mismo rostro. Tenía un estudio amplio, no visitado por nadie de su entorno, pues a nadie permitía entrar. Allí se acumulaban una gran cantidad de lienzos por doquier, aparentemente olvidados, todos con el invariable motivo de la figura de un niño de aspecto triste, un niño no mayor de cinco años ni menor de tres. El sexo sólo se podía apreciar por la forma de vestir. Pero todos, eso era evidente, parecía corresponder al mismo niño, sin que sus rasgos evidenciaran si se trataba de un niño o de una niña, salvo, como se ya se ha dicho, por la vestimenta. También, y para un experto en retratos pintados, aquellos cuadros mostraban una evolución notable si se comparaban. Seguramente diría que el autor progresaba en su empeño de obtener un rostro perfecto, pues era tal la exquisita minuciosidad alcanzada en sus últimos intentos, que aquellos rostros comenzaban a parecer vivos, o como vulgarmente se dice, parecían hablar. Para cualquiera, experto o no, aquella mujer, al menos en aquella muestra, había alcanzado la absoluta perfección en la plasmación pictórica del rostro de un niño. 

Pero ella miraba su obra, e incansable o insatisfecha, abandonaba el cuadro terminado, montaba un nuevo lienzo y comenzaba de nuevo el proceso. El nuevo cuadro le llevaba más tiempo que el anterior, dado el detenimiento con el que intentaba conseguir los más mínimos detalles, no advertidos en el precedente. A veces el nuevo trabajo se estancaba semanas, con absoluta dedicación a conseguir que uno de esos insignificantes detalles, que sólo ella debía apreciar, resultara de su gusto. Tampoco se podía saber con qué ánimo emprendía un nuevo trabajo, que daba como resultado el que el niño mostrara invariable tristeza. Es probable que en aquellos rostros estuviese reflejada alguna vivencia íntima de su autora o que “su niño”, para parecer más real, debería mostrar una expresión que motivara a quien lo contemplara; de momento sólo ella, al parecer, ya que a los demás lo que les sugestionaba era la perfección de su realismo.

Acababa de terminar uno de esos cuadros con rostro triste de niño, y en esta ocasión con ropa de niño. Ante su contemplación, cualquiera habría sentido deseos de hacer algo para que cambiara de expresión; la tristeza de aquel rostro movía a la compasión y a la propia tristeza. Pero, seguramente, resultaría frustrante que nada que hicieras podría cambiar aquella tristeza por otra expresión de bienestar, de felicidad, como hubiese en derecho correspondido a cualquier niño. Aquello sólo era un cuadro y se aceptaba como tal.

Cuando su autora, luego de contemplarlo largamente y creyendo que ya era perfecto, se decidía a firmarlo, pareció dudar un instante. Dejó el fino pincel que había tomado para estampar su firma y tomó la paleta de colores. Separó con cuidado varios pinceles y comenzó a pintar un juguete en sus manos, antes vacías. A medida que el juguete tomaba forma, sorprendentemente el rostro del niño fue cambiando. Finalmente, aquel rostro abandonó el rictus de tristeza y sus labios dibujaron una sonrisa. La autora, entonces, tomó una instantánea con su cámara. La foto obtenida se la llevó con ella. Pero antes destruyó todos los lienzos del niño, o niña, excepto el último.

La gente que pasaba delante de aquella tumba, miraba la foto situada en una pequeña capillita y admiraba la expresión de felicidad de aquel niño que suponían yacía allí.





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