LAS HOJAS MUERTAS

Enzo Maqueira

 

La calle vacía, oculta tras una noche cerrada, esas noches donde la luna no se asoma y las nubes se sienten pero no se ven, apenas dibujadas en un cielo tenebroso y oscuro. La calle vacía, y los árboles de las veredas que tiemblan con ese aire que todo lo envuelve, invadiendo las figuras y condenándolas a la inestabilidad, al desequilibrio, a una noche oscura y fría, a esas nubes que todo lo sobrevuelan y a todos amenazan. Entonces pasa algún auto, y las luces de sus faroles de pronto se convierten en dos rayos impúdicos, que por un instante pueblan la vista de colores y pueblan la calle de un dorado que todo lo tiñe y parece despertar, haciendo renacer la pared, el árbol, la puerta, la ventana, el kiosco cerrado,  pero que se va perdiendo, se va perdiendo, se pierde en la distancia.

Otra vez está ese aire, otra vez se huele las hojas secas y sus cuerpos moribundos esperando al barrendero, o dejándose llevar en forma de remolino u oleaje, viajando de las baldosas al empedrado, del empedrado a la alcantarilla, y ahí el río y nunca sabremos hasta dónde puede llegar una hoja seca, hasta donde la dejan llegar con su inocente fragilidad y su modestia, cuánto le queda de su segunda vida de hoja seca hasta convertirse en nada.

Los ecos de autos que deambulan otras calles, o tal vez la avenida inmensa y sus luces soñolientas, tratando de mantenerse erguidas y despiertas en medio de tanta pasividad, mirando como algún borracho se pasea entre los autos estacionados, quitándoles la oscuridad al sueño de esos chicos que esperan limosna, que esperan compasión, y todo lo que ven son autos que pasan alocados en medio de la noche, autos que no miran ni piensan, y las luces que burla sus caras grasientas, su pelo endurecido de tanto rogar, sus cuerpos corroídos por el tiempo, esperando un final abrupto o simplemente esperando un final.

Y la calle que sigue vacía, y los árboles que siguen moviéndose y llorando con sus hojas navegantes, que se agitan y caen, y caen, y caen.

Primero es una luz en la ventana, y entre las hendijas de la persiana se filtran unos pocos rayos, amarillentos y temblorosos, que quiebran el negro intenso de la vereda. Después será una puerta que se abre, una anciana que en su camisón blanco y su cuerpo escaso se para en el umbral de su casa y mira la noche, y mira las hojas y los árboles, y su cabello se mueve también en remolinos, y la vela se apaga y las nubes siguen pasando por sobre su cabeza y allá a lo lejos la ciudad es ciudad, pero en la calle es viento y nada más. La anciana  en la vereda, la anciana caminando unos pasos hacia delante y mirando una vez más hacia arriba, después mirando hacia la casa de enfrente y entonces se sienta a esperar, y verá pasar algunos autos que violarían su camisón y sus pantuflas, su cabello blanco y sus arrugas, y las luces de los faroles que invaden la callecita, y las hojas se ven volando y olvidándose de todo.

Alguien prende una vela en otra ventana, y pronto son muchas las persianas, los postigos y las cortinas que dejan filtrar un poco de luz, mientras las sombras se yerguen amenazadoras y las formas se confunden en la retina añeja, en los ojos tapados por los años y el cansancio. La calle oscura y en las dos veredas las velas que se prenden y las cortinas que se abren, y cada tanto algún vecino sale y por más que lo intenta no logra que la vela se mantenga encendida, y prefiere dejarla en el piso, salir definitivamente a la calle y mirar hacia arriba, mirar esas nubes y mirar ese cielo, sostenerse el cabello enloquecido y después de hacer alguna exclamación volver a entrar, a veces moviendo la cabeza de lado a lado y exhalando un suspiro, otras veces simplemente dejando la calle y la obscuridad atrás. Las velas encendidas fueron cada vez más, y pronto la calle oscura dejó el vacío y la pasividad del negro y entonces de pronto todo pareció moverse, todo tenía extrañas sombras titilantes, y los movimientos frenéticos de hojas y ramas se extendían en paredes doradas, en el empedrado ahora perceptible, y la anciana sentada en su banquito, junto a la puerta de su casa, dejándose iluminar tibiamente por las velas que atravesaban las cortinas de las casas vecinas, mirando enfrente y cada tanto desviando sus ojitos corroídos para mirar a los vecinos que entran y salen, que se asoman por las ventanas y por los balcones y extienden sus manos comprobando que efectivamente ha comenzado a llover, y pronto cierran abruptamente las puertas tras de sí y buscan la protección de un café o una cama..

Ya la ciudad despierta a lo lejos anunciaba en sonidos angustiantes y chirridos desahuciados el comienzo del día, y en la calle oscura y sus sombras hechas de velas se sentía el olor a lunes a la mañana, a chicos con sus guardapolvos y sus mochilas, a colas en las paradas de colectivos y señoras con inmensas bolsas, a hombres de traje y autos que arrancan y surcan las calles cada vez más habitadas y extenuantes,  y en el aire se respiraba lunes a la mañana y no otro día, y tal vez por eso los vecinos insistían en salir, asomarse en el vano de la puerta y extender su mano, o mirar arriba y ver las nubes pasando y las hojas arremolinándose y cayendo; pero todos terminaban por resignarse a las velas y abandonar la calle, mirando una vez más a la anciana que los alcanzaba a ver con atención en cada salida, como esperando una pregunta o buscando la propia.

Alguien escuchó un trueno y las ventanas de su casa se cerraron con fuerza, y entonces la cuadra entera fue cerrando sus ventanas y sus puertas, y cada trueno resonaba entre los árboles y las paredes gastadas, y su eco renacía con cada ventana, con cada puerta. Así fueron siendo cada vez menos los vecinos que se asomaban a la calle, y casi todos optaban por dejarse ver entre las sombras, apartando un poco las cortinas y observando las gotas cayendo, las hojas volando y la anciana sentada en su banquito, ahora con su mirada fija en la casa de enfrente y su oscuridad, dejando que en su camisón blanco se tienen algunas hojas y terminen su viaje en su regazo, hasta que el viento las vuelva a apartar, quizás para siempre, y la lluvia las termine condenando al río.

De vez en cuando alguna ventana volvía a abrirse y alguien intentaba escuchar las bocinas, los motores y los pájaros, el murmullo ajeno y extraño que surcaba el aire desde la ciudad y se perdía tímidamente entre la penumbra de la calle.

En algún momento alguien volvía a salir, abría la puerta luchando contra el viento y aparecía en la vereda la imagen confundida de un ama de casa, o un padre en su traje inútil que comenzaba a mojarse, y entonces era mejor la puerta, la casa y la vela, y la anciana que sigue allí sentada y mirando fijo esa ventana cerrada y esa pared oscura, apenas iluminada por otras ventanas.

Pero las luces fueron desapareciendo tibiamente, y ya nadie quería volver a la calle, y el viento tapaba un poco el ruido de las persianas cayendo, y las gotas de lluvia desaparecían junto a las velas que morían poco a poco, dejando la calle un poco más vacía, cambiando las sombras por la oscuridad, el dorado inconsistente y tembloroso por un negro apabullante y abrumador, adormeciendo las almas y dejando escuchar con más claridad el murmullo de la ciudad y del día, de los pasos y la gente.

En su banquito la anciana quedó a oscuras, y su camisón blanco apenas se distinguía entre las hojas, queriendo dejarse arrastrar también él por el viento y entregándose a la insistencia de la lluvia. Su rostro adormecido permanecía quieto, los ojos entrecerrados y las manos sobre las rodillas, mirando las hojas arremolinadas, sintiendo el murmullo de la ciudad lejana y despierta, humedeciendo las pestañas quebradizas con la lluvia y mirando con dolor la vela de enfrente que nunca se encendió.

 

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