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R.L. STEVENSON: ENTRE EL BIEN Y EL MAL

Daniel Alejandro Gómez

Se lo suele citar entre los autores para niños o adolescentes. Sin embargo, Robert Louis Stevenson planteó, entre los exotismos, las aventuras y los misterios de su prosa, la obra de la religión y de la moral: el bien y el mal. 

Todo autor, toda literatura, todo lenguaje, tienen una forma y un contenido. Las formas de Stevenson están cargadas de una contenida poeticidad, una engañosa sencillez, de atmósfera lírica, que se deja ver bien en la descripción de paisajes. Sus diálogos, trabajados y perfilados tal vez en su vario vagabundear, son eléctricos y llevan la palabra al mismo acto, los diálogos accionan la trama y el argumento. Trama que, por otra parte, es una sabia dosificación de emocionantes crestas entre valles de eficaz concisión en descripciones de paisajes y personas. 

Pero hay un contenido de hondura, más allá de los tesoros enterrados o las peripecias políticas del pasado británico; el mismo que siempre lo apasionó y lo atormentó: la elucidación, explicación artística del bien y del mal. 

Los personajes de La isla del tesoro, su obra más famosa, quedan labrados de una vez y para siempre cuando se inician en la escena de la novela. Los principales, quizá los que representan al pueblo y a la sociedad de su tiempo, parecen blancos y puros como hostias. Éso se ha dicho muchas veces. Sin embargo, para Stevenson, el bien y el mal, según se desprenden de su obra, no están en puridad en un personaje. La isla del tesoro se nos muestra en superficie como la plasmación, antagónica, del bien y del mal a secas; sin embargo, buceando en lo profundo, muchos de los personajes buenos pueden tener ciertas malicias y los malos sus pequeñas virtudes. Silver, el malvado, es admirado por su valentía; Trelawney, el bueno, se califica lacónicamente como altivo, ya que no seguro o aplomado. Pues bien cierto es que Borges ya hablaba de los significativos silencios de Stevenson.

Lo mismo que para la vida, para nuestro autor no hay blancos ni negros, ni siquiera grises puros. Hay una graduación de los últimos, según se acerquen a la idea o pureza del blanco o del negro; define el autor escocés, pues, en forma general, según la cercanía a uno u otro de los polos. Esto se da en su obra más abierta intelectualmente: el dualismo moral de Jekyll y Hyde. Mediante la famosa fantasía Stevensoniana de la química del doctor Jekyll, el autor permite exponer, mostrar, imbricar el mal en plena época victoriana- cuando Jack el destripador también andaba bajo las farolas fantasmagóricas de Londres. El ser humano de Stevenson, en su novela más arrojada, contiene en sí mismo tanto al bien como al mal. Es el espíritu de los dos extremos unificados en un cuerpo. Es un ser humano, valga la redundancia, muy humano; Jekyll podría ser la misma reina Victoria, Hyde el célebre destripador. Acaso Stevenson se supiera encarnado en los dos personajes- o en el único personaje- de esta novela. Camus decía que tal vez todos los personajes de una obra sean parte del mismo autor, y así todas las novelas, todos los Stevenson- con su bien y con su mal-, se sepan parte también del mismo y ambiguo autor: la vida; y la real, la imperfecta y verdadera moral.

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