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LA CAPELINA BLANCA

Héctor Carlos Mégy

 

La elegante mujer estaba muy erguida con su capelina blanca. Un día 23 de mayo.

Una mañana gris, lluviosa y fría en las afueras de una ciudad que en otra época había sido rica y próspera gracias a las explotaciones de zinc.

Con el final del mineral se fueron las empresas y con ellas el trabajo.

Ahora el pueblo se reducía a unas 5,000 familias cuyos antepasados lo habían fundado hacía más de 300 años.

Nada especial, un pueblo como tantos otros. 

La plaza principal con la Iglesia, el edificio de la Intendencia Municipal, dos bancos y algunos comercios.

La familia Cóceres era como la mayoría de las que allí vivían aunque algo más prolífica: dos hijas mujeres y dos varones. Pablito 17, Lucía 15, Fernando 11 y Carmencita 9. 

Aníbal y Ana se habían casado 20 años atrás y bien podría decirse que era un muy buen matrimonio. Respetado por todos y de buen llevar, transmitían alegría a todo aquel que se les acercara.

Generosos de espíritu y siempre preparados para ayudar a algún vecino en dificultades, se habían ganado el cariño del vecindario y se sentían felices con lo que hacían.

Pablito ya estaba listo para irse del pueblo, lo esperaba la Universidad. Quería ser arquitecto, la carrera que su padre no pudo seguir por lo que era un simple constructor.

Lucía, gordita, de pelo castaño y ojos grandes, tenía algo que todos admiraban y querían ver. Su sonrisa era única, especial, transmitía su inmensa alegría interior. Y muchas veces, muchísimas veces, de la sonrisa pasaba a una carcajada tan simpática y contagiosa que hacía reir al más serio.

A Fernando lo llamaban cariñosamente "el loco de la caña" porque siempre que podía hacía una escapada al río para pescar. Más de una vez fue a pescar cuando no podía y le costó un buen reto de sus padres. Fuera de las travesuras con la pesca era un muy buen chico.

Carmencita había sido bautizada Carmen. Habiendo nacido antes de tiempo, ya desde beba, fue muy chiquitita. De allí el diminutivo.

Quizás la mejor descripción de Carmencita fue la que dio un pariente que vivía en Europa cuando los visitó. El pariente se refirió a la niña como a una estrella, y tan clara tenía la visión que hasta intentó vanamente que los padres le cambiasen el nombre a la pequeña por el de Estrellita.

Su cuerpo pequeño era, además, frágil. Todo en ella era mínimo, no así su cerebro ni su corazón.

Muy rubia y de ojos claros, sus brazos y piernas eran tan delgados que parecía que podrían quebrarse en cualquier momento.

De gran inteligencia, siempre la mejor de la clase, jamás fue mal vista por sus compañeros. Cuando alguno de ellos no sabía o no entendía algo, allí estaba Carmencita ayudándolo después de hora. Cuando alguno estaba triste, Carmencita se acercaba para ofrecer consuelo.

Carmencita era brillante en todo aspecto.

Cuando su mamá enfermó y sus articulaciones dejaron de funcionar bien, siempre estaba Carmencita a su lado para ofrecerle ayuda con los quehaceres domésticos, para preguntarle por sus dolores, para rodear su cintura con sus débiles bracitos y darle muchos besos.

Su vida brillaba en todo aspecto. Por eso es que el pariente cariñosamente tanto insistía en que le cambiaran el nombre.

La rara enfermedad de Ana hizo que su cuerpo se fuese doblando poco a poco hasta que quedó encorvada.

De nada sirvieron los viajes a visitar centros de medicina especializados ni los tratamientos a que fue sometida. El diagnóstico fue terminante, la enfermedad había causado un daño irreversible. Debería aceptarlo y así fue.

Ana se dijo a sí misma que tenía suficientes motivos para ser feliz y que, si el destino había querido que su cuerpo no fuese el de antes, no iba ello a ser motivo suficiente para que se le escape a ella y a su familia la enorme felicidad que los rodeaba.

¿Qué sucede que Carmencita no ha venido a desayunar?, preguntó Fernando esa mañana. Ana le explicó que no había pasado una buena noche y que se quedaría en cama hasta más tarde.

Los dolores eran fuertes pero, por suerte, no eran constantes. Cuando aparecían, su estómago parecía retorcerse a tal punto que los calmantes no podían evitar el llanto de la pequeña.

Una noche, entre insoportables dolores y momentos de calma, Carmencita le dijo a su mamá que le gustaba muchísimo soñar con ella. Siempre la veía muy alta y elegante, con una capelina blanca.

Los meses que siguieron fueron un peregrinar entre médicos, exámenes, viajes, especialistas, internaciones, y estudios.

Carmencita recibió de la ciencia médica todo lo que ésta tenía para dar.

Esa mañana gris, lluviosa y fría de ese día 23 de mayo, uno de los médicos que había tratado a Ana de su enfermedad se había hecho presente.

Más que asombrado, incrédulo por lo que veía, se acercó al párroco del pueblo y le preguntó si se trataba de una hermana o pariente cercana de Ana.

No doctor, no es ninguna pariente de Ana.

Pero cómo puede ser, preguntó el médico, casi tartamudeando.

La ciencia no podrá explicarle a Ud. lo que sus propios ojos ven. Tampoco yo.

Lo único que puedo decirle es que Carmencita soñaba con su mamá erguida y con una capelina blanca.

Ana vino al cementerio a despedir a su hija. Vino a despedirla tal y como ella la soñaba. 


Buenos Aires,  República Argentina

   

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