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EL POETA DEVASTADO POR LA MUSA

Carlos Yusti

El único lujo del barrio de mi infancia fue un señor al que todo el mundo llamaba poeta. Yo, con una estatura de enano a mis ocho años, no sabía el significado real de la palabra. Sin embargo aquel hombre, sin rasurar, vestido con un traje gris plomo y corbata, que fumaba en pipa y algo borrachín, despertaba mi curiosidad. Primero su aspecto no era elegante ni distinguido, sino más bien marchito y desplanchado, al parecer dormía vestido. En segundo lugar su riqueza estaba cuando hablaba. Era un gran lector y recitaba poemas con una voz de locutor radial de gran fuerza expresiva. En las actividades organizadas por la Junta Comunal del Barrio la presencia del poeta era infaltable.

Al poeta le gustaban los animales, a los niños obsequiaba caramelos, delante de las mujeres hacía una reverencia y a los hombres los saludaba con circunspecta formalidad. Redactaba cartas de amor a los novios de soldados y marineros, enseñaba a leer y a escribir a los analfabetas de cualquier edad, que pululan por el barrio como moscas.


Mujer,  autor: Carlos Yusti
Un día le pregunté a mamá que era eso de ser poeta. Ella me dijo, sin prestarme atención, que un poeta era alguien que escribía poemas. Aja, ¿y que cosa eran poemas?, pero mamá ya estaba lidiando con el desorden doméstico y yo debía irme a la escuela.

A todo momento escuchaba hablar del poeta en mi casa, en la casa del vecino, en el abasto de la esquina. En todos lados las andanzas del poeta eran el comentario del día: "El poeta llegó borrachito anoche", "El poeta parece que está enamorado, ayer estuvo dando serenata", "El poeta salió en defensa del zapatero, unos malandros querían atracarlo", "El poeta está ayudando al cura con la procesión de la Virgen del Carmen".

Un día fui a la casa del poeta. Vivía alquilado en una habitación con entrada independiente a cinco cuadras de mi casa. Toqué la puerta y él me abrió. Tenía cara de pocos amigos. Luego explicó que estaba enratonado. Tenía una resaca de todos los diablos, recalcó. Su cuarto era pequeño, pero limpio y ordenado. Había libros por todos lados. Una maquina de escribir se iluminaba, en uno de los rincones, gracias a una lamparita de mesa. Le pregunté, sin mucho preámbulo, que era un poema desde el umbral de la puerta. Me dijo que pasara, que trataría de explicarme. Buscó una cerveza en un pequeño refrigerador como de mi estatura. Habló sobre la rima, la inspiración. Buscó libros y me recitó algunos poemas. Hablaba como si estuviera en un aula de clases. Se paseaba por el cuarto y expresaba las palabras con melodía exquisita. Se le acabó la cerveza y quedó mudo, como en éxtasis. Pasaron algunos segundos y volvió a reaccionar. Se puso a buscar algo entre los libros y yo aproveché para husmear entre sus cosas. Pasé las manos por las teclas de la máquina de escribir. Me encontré una foto de Dora, la muchacha de la peluquería a la que yo conocía porque siempre le hacía algunos mandados. Le iba a decir al poeta que la conocía, cuando este con delicadeza me arrebató la foto de la mano y la colocó de nuevo en su lugar. "Ella es mi musa, mi Dulcinea del Toboso, mi Penélope, mi Julieta, mi Beatriz". Yo quería corregirlo diciéndole que se llamaba Dora, pero el poeta estaba como iluminado y listo para salir.

A los meses la noticia fue el chisme obligado del barrio: Dora, la peluquera, se casó con el portugués del abasto. El poeta quedó devastado. Los rumores aseguran que el poeta se ha tirado al abandono. Que ya no escribe. Que sólo bebe como un cosaco y se ha vuelto huraño, solitario, que a nadie trata y que tiene en su mirada el brillo sombrío de los suicidas.

Al poeta no lo volví a verlo más. Al parecer se mudó a otro barrio, se marchó a otra ciudad. Si lo recuerdo ahora es porque he comprendido que el poeta del barrio de mi infancia era una inteligencia con alma. Ahora comprendo que significa tener la musa colgada en el gancho de las palabras, la musa metida en la carne y en el sueño escribiendo esa poética inexorable del amor. 

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