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EL ESPEJO SARCÁSTICO

Felipe Vázquez

Borges no lo cataloga en El libro de los seres imaginarios, y ningún bestiario moderno lo menciona. Si acaso alguna enciclopedia lo describe. Su sola presencia basta para comprender aquella frase de André Breton de que México es un país surrealista. Escapa, no obstante, a cualquier doctrina estética. Su naturaleza reside en no ser natural. Y sin referencias al gótico literario, digamos que el horror es el fundamento de su belleza. Surge tal vez de la grieta que separa al hombre del dragón. Y no me extrañaría si dijeran que fue sacado de algún Apocalipsis ilustrado de la Edad Media. Es un animal imposible. Pero existe. (Y aquí no importan los milagros de la ingeniería genética.) Acaba de nacer, y es contemporáneo de los dinosaurios. Su historia pertenece a la prehistoria. E incluso: vive en las antípodas del tiempo.

Su nombre, obvio, es de factura reciente. Aunque dicen que "se conoce de antiguo en Guerrero, Veracruz y Guanajuato". Es una palabra que sintetiza de modo admirable lo mexicano, lo árabe y lo español. Yo quisiera definirla con esta frase de López Velarde: "castellana y morisca, rayada de azteca". Su nombre no bendice ni conjura, tiene el sabor añejo de una lengua muerta.

No tiene virtudes curativas ni es amuleto de hechicería ni talismán. Le otorgamos sexo masculino, por comodidad, pero nada indica que sea hembra o macho, quizá no sea ninguno de los dos. Se sabe, de cierto, que no nace de ninguna religión, mitología, leyenda o creencia. Y si es así, sólo en la medida en que éstas forman parte de las pesadillas.

Surge del imaginario popular, pero dentro de ese mismo imaginario es un animal secreto, sólo accesible a los iniciados. En él se adivina un misterium tremendum. Un misterio que, por cotidiano, es más inquietante. Su creador, Pedro Linares, dice que es "lo que uno está viendo y lo que está uno pensando". Como el Dios bíblico, está en todas partes. Pero no cualquiera sabe mirarlo, ni pensarlo. Y su presencia se hace visible sólo cuando las manos de un artesano lo acarician. La geometría caprichosa y multicolor de su piel es genuina -según el testimonio de algunos viajeros del peyote y del teonanacatl, quienes lo han visto saltar desde las regiones más inesperadas de su mente-. Y acaso sea un arquetipo colectivo que no pocas veces se despeña en nuestra sangre.
No es un ser puro, al contrario. Es tan híbrido que su árbol genealógico más bien no existe. Y aunque podemos rastrear su parentezco, el resultado nunca es convincente. Es único. Pero oculta su forma arquetípica entre sus infinitas metamorfosis. Él mismo es un laberinto de espejos. Sólo que dichos espejos están pervertidos. Nunca lo dicen. Su soledad, por tanto, es insalvable: no se comunica con nadie, ni consigo mismo. De ahí su condición desorbitada y en perpetuo desafío. Pero ante un espejo caleidoscópico, ¿a quién desafiamos? Su agresividad, pues, se vuelve contra sí de modo infinito, por ello es tan grotesco y diabólico. En él, humor y horror son indisolubles (algo muy propio en el espíritu del mexicano, diría José Revueltas). Así, aunque sube desde nuestro infierno interior, no nos espanta. Excepto cuando aparece en nuestros sueños y nos ataca.

Recuerdo que, cuando yo tenía siete años, mi abuela me compró uno para jugar. Nunca pude jugar con él. Su aspecto de animal insólito me provocaba cierta reverencia. Con sus ojos a punto de estallar y su bramido silencioso, yo asistía a una especie de irrupción estrambótica de lo sagrado. Lo puse entonces en la repisa de la Virgen de Guadalupe.


            Perfil + Res, autor José Manuel Arce Garza

Dicen que es un animal equívoco. Quizá, pero no menos que el hombre.

Igual que la Coatlicue y el esperpento, es un ser barroco, producto de nuestra herencia mítica. Barroco también como cualquier animal de la zoología fantástica, sea la quimera, la esfinge o el unicornio. Hijo de nuestra cultura, es sincrético, mestizo y camaleónico.

No sabemos qué mira -es ciego, quizá- pero si nos asomamos en sus ojos, al cabo nos miraremos en su mirada. Es un espejo sarcástico de lo que platónicamente podríamos llamar lo mexicano. Es acaso el acertijo insoluble que nos define. Sospecho además que está emparentado con el ajolote, y más con el mito de Xólotl -el doble de Quetzalcóatl-. Sin embargo, no se erige como símbolo. No representa nada ni a nadie. No bautiza. No santifica ni condena. Ignoramos también de qué se alimenta y, si piensa, qué piensa. Quizá ni él mismo sabe si es animal sagrado, objeto decorativo, juguete, pesadilla o pieza de museo.

Y temo que su actitud agresiva no sea tal sino una mueca de asco y asombro ante nuestro mundo. Su odio y su rabia, empero, son auténticos. Y aun: es una encarnación del mal. (De inmediato lo hubiera sabido cualquier teólogo.) En dicha encarnación, y no en su singularidad plástica, radica precisamente su verosimilitud y su fuerza. De ahí que, de modo legítimo, casi siempre tome la forma de un demonio. Es un monstruo epifánico. Pues, más que el bien, al hombre lo define el mal: lo revela. El bien es anodino y frívolo. El mal, en cambio, significa iniciarse en la conciencia de uno mismo: saberse. Sabernos: ésta es nuestra condena y la condición de nuestra libertad, nuestro ser. De este modo, él nos dice. Y nos habla, aunque nadie haya descifrado aún su lenguaje. ¿Quién lo escucha? Tal vez nadie. Está preso en el laberinto de sí mismo y no halla la salida.

¿No seremos nosotros su salida? ¿No será él la puerta de entrada hacia nosotros mismos? Tal vez hemos dialogado siempre, sin saberlo. Tal vez me dicta lo que ahora escribo. Tal vez yo sea él, y él escriba sobre mí en primera persona. Todo es posible dentro de su área gravitacional. Es ilimitada su capacidad mimética. Su rostro tiene todos los rostros, incluido el nuestro. Y esta certeza nos asalta ya cuando, por vez primera, lo miramos y de súbito pareciera que nos miramos en un espejo sarcástico. Entonces brota el estupor: ¿en qué lado estoy, en este o en el suyo? Él nos sonríe con fauces apocalípticas. Nos deja sin palabras. Su postura de asalto nos intimida. Siempre a punto de saltar. Pero ¿desde dónde salta un alebrije? ¿Hacia dónde? ¿Qué es un alebrije?



Felipe Vázquez (Teotihuacan, México, 1966) realizó estudios de Lengua y Literaturas Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Miguel N. Lira en 1991, el Premio Nacional de Poesía Gilberto Owen en 1999 y el Premio Nacional de Ensayo Literario José Revueltas en 2002. Publicó dos libros de poesía: Tokonoma (1997) y Signo a-signo (2001); uno de aforismos: De apocrypha ratio (1997); uno de ficciones: Vitrina del anticuario (1998); y dos de crítica literaria: Archipiélago de signos. Ensayos de literatura mexicana (1999) y Juan José Arreola: la tragedia de lo imposible (2003).

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