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TIEMPOS FELICES... YA PERDIDOS

Raphaël Marí Caselles

 

Estamos a finales de los cuarenta; en esas fechas el barrio de mis abuelos era un remanso de paz, los niños jugábamos a todos los juegos que se juegan sin juguetes, todos iguales niños y niñas, era mi mundo un mundo minúsculo, pero conocido, todos sabíamos quienes éramos, tan felices como se puede ser, pensemos, en una postguerra tan terrible o más que la propia guerra (300.000 muertos) del bando vencido.

Había mucha hambre en España; en casa, gracias a que mi abuelo era encargado de Intendencia, no nos faltaba lo imprescindible. Ese puesto de mi abuelo le permitió ayudar a familias importantes de la ciudad, lógicamente, luego se olvidaron.

Mi madre, no sé por qué circunstancias, me hizo entrar en las Teresianas, radicado ese Colegio a poca distancia de casa, en la incomparable edificación del insigne arquitecto catalán Gaudí.

Durante el tiempo que pasé allí, para mi desgracia contraje la viruela y las paperas, con lo cual perdí bastantes días de clase. En aquellos momentos no pensé que la pérdida de escolaridad durante bastantes días fuese tan importante; hoy, después de los muchos años transcurridos, comprendo que el ambiente en la escuela era bueno. Allí estudiaba la flor y nata de la juventud de la zona, y aunque el colegio era mixto, predominaban las niñas, cosa que a los chicos nos encantaba.

Recuerdo especialmente a la maestra: una monja bondadosa y seria, alta, delgada y perteneciente a la nobleza. Creo que era condesa, y además, bonita.

Al finalizar el curso se hacían juegos en los amplios y frondosos jardines, lógicamente la mayoría eran niñas, con sus uniformes.

Desgraciadamente para mi tuve que dejar la escuela, ya no tenía edad para ir al parvulario.

Por las tardes, todos nos encontrábamos en la calle y decidíamos a qué juego dedicar nuestro tiempo libre. Hoy, con sesenta años, cierro los ojos y veo las caras borrosas por el tiempo pero vivas en mi corazón, siento una gran nostalgia de esa época... me siento un Peter Pan que no quiere hacerse mayor.

Los ideales en el corazón y cobijando ese niño dentro de mi alma, veo cómo, ahora, transcurre el tiempo como una exhalación y mi cabello empieza a pintar blanco.

Este medio siglo me ha hecho ver una ciudad en continua evolución, todo el mundo o casi todo con todos los aparatos habidos y por haber.

Pero nada es lo mismo; en mi infancia se oía cantar a las vecinas desde sus casas, todos éramos como una especie de gran familia que se ayuda. En aquella época en la que se carecía de casi todo, se nos veía contentos.

Hoy tenemos de todo pero hemos perdido aquello que nos unía y por lo que éramos felices. Con la pena en el corazón añoro y sé que nunca volverán esos tiempos tan especiales de mi recuerdo.

Es propio del espíritu humano la superación, la ambición y el deseo de la mejora, por ello mis padres decidieron comprar un piso, al extremo sur de la misma calle, en aquel tiempo era un esfuerzo para minorías, era el año 54, muchos aun con grandes dificultades para llegar a finales de mes. Eso fué una mejora, pero yo perdí el contacto con mis amigos y quedé un poco desarraigado, en ese nuevo barrio, aunque yo había hecho la primera Comunión en los Salesianos, en la calle de al lado, en paralelo, ya corrían los cincuenta y el barrio se llama Sarriá.

Entre tiempo, mis padres se habían hecho construir una casita, en Valldoreix, a quince kilómetros de la ciudad, allí cogiendo el tren subía para pasar los fines de semana, aquello no tenía nada que ver, pero allí también hice amistades con los vecinos de las casitas de al lado, en aquella época esa radicación era sumamente tranquila, de casa veíamos los pueblos vecinos como Rubí y Sant Cugat; esta vista la teníamos gracias a que la casita estaba construida encima de una colina. El tren que me llevaba siempre iba lleno a rebosar de gente, era un recorrido de unos 15 kilómetros, que hacía solo, y muchas veces semi ahogado por tener que ir apretujado entre la gente, que les hacia gracia verme viajar solo tan pequeño, con un ramo de flores que le llevaba a mi abuela materna. Esa abuela que en más de una ocasión me libró de algún cachete paterno que, por otro lado, no merecía. Figura pequeña, entrañable, con su cabello recogido en la nuca. Mi querida abuela, siempre a mi lado... mi primera y dolorosa gran pérdida que sufrí.

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