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AÑOS, SIGNOS
(2º Premio IV Encuentro Nacional de Escritores, Mendoza 1992.)

Marcela Muñoz

Los días se anunciaban cautelosos y la magia fundamental, para saber que estaríamos la vida entera juntos.
Sucedió en un particular septiembre, me acurruqué en tus brazos y comprendí que el mundo iba a tener sentido. Eras el misterio, la osadía y entre sollozos y dolores de panza, en mi mirada celebrada estabas ahí, exactamente en el punto de esa noche 21:25 hs, luna y corpórea. Así desde el mismo principio, te involucré a la vida última, como la complicidad y el buen vino.
Siempre ibas a buscarme al jardín..."Barrio Jardín", el barrio de la abuela Emilia y los líricos tíos; el sonido de tu auto, era terriblemente presentible a dos cuadras, medio minuto y como un sólo segundo. La abuela comenzaba a hacer pucheros, y yo corría con mis medias gruesas de lana que había terminado mi acuariana madre, hacia su pollera azul. Para ese entonces el pelo caramelo y bucles, lo usaba suelto. Estábamos en pleno invierno. 
En ese singular rincón nos anhelábamos los tres, sugestiva y constante súplica, de quién se quedaba con quién.
Los días seguían concurridos y crecíamos con la nostalgia de alguna baldosa vieja, amarilla, al igual que el otoño cuando se anuncia. El pregonado barrio jardín, donde cantábamos alegría y jugábamos al peteco. A cada instante se iba adiestrando mi parentesco curriculum. A esto se ondularon madre, hermanas, tías, primos y siempre la abuela...qué puedo decir!: que nos disputábamos la vida contenida, el cuento, el poema.
Habitábamos ese longevo patio desordenado. Sentado en esa silla al sol, bajo no sé qué destellos, te espiaba, revoloteaba por las enredaderas y el deseo del duraznero. Oía tus secretos, siempre los supe: amaba tras la ventana que se desplomaba sin permiso sobre el patio, esa cabellera blanca, esa estirpe impresionista de tu rostro enamoradizo y trémulo. Siempre hay azules en tu pelo.
Los días corrían vertiginosos, no nos dábamos cuenta que la niñez se iba describiendo y borrando en cada rayuela, en el ardiente olivo, mil veces construído por casas de duendes y castillos. Infinitos y escondidos atardeceres, profesando la presencia, el pan y los ojos silenciosos, tan silenciosos como las lluvias suaves de cualquier invierno. No querer el amanecer. 
En esos días tan quién sabe, llegó sin dar excusas. Sumisamente la sola madre no se negó a la muerte...injusta muerte. La poesía no dejó huellas y yo no tenía un cuento para vivir con alevosía. Me atenazó la infancia. Los días acechaban pesadillas y recuerdos escultóricos, serenos. Sucedió en los quince abriles, ya asomaban otras quimeras. Mi padre, no había puesto quejas sobre mis medias de muselina y los labios frescos rojos. Los instantes habían escapado, y medio siglo para él, fueron como cien soledades, cien años.
Huíamos en otros tonos y las manos se reproducían en otros ecos. Exiliados de la infancia, fueron años de puentes no tan levadizos. Juntos relatábamos los regresos, los pudores y amores. Ustedes saben qué impiadoso es el tiempo, deshabitado olvido, sedienta trampa inconclusa. 
Esos días latidos, nos prometían indefinidas emociones y azarosas coincidencias. Desnudábamos los talones y dejamos nuestra forma, en la prisión dialéctica.
Ahora nos salvamos por andenes diferentes, vos junto al sol, la silla de paja y el deseo del duraznero. Yo abrazando montañas y el amor de tu preciso lugar, el duraznero. En estos días la muerte no nos encuentra, vaya a saber en qué siglos viene el enemigo. Solo vastos territorios nos devuelven la palabra. Nos seduce el tango. Nos acercamos, nos perdemos tras una memoria de silencios susurrados, perseguidos, encontrados por mí y por mi herencia.
También debo decir que ciertos días queman, se despliegan en las parcelas, de estos nombres habitados.


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