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VOCES IMPERECEDERAS EN LA POESIA

Francisco Arias Solis



"¡Oh mortal!, ¡Oh mortal!, deshaz la rueda, 
pues de vida a merced de la agonía 
lo que te queda es lo que no te queda".

Calderón de la Barca.



UNA QUIETUD HECHA DE INQUIETUD

No hay que salir del paso, decía Unamuno, hay que entrar en la queda. Justamente: no hay que salir del paso para entrar en la queda. ¿De qué pasos mortales no quisieron salir estos poetas españoles de la generación del 98 -Unamuno, Maragall, Antonio Machado, Darío, Azorín...-para entrar en la queda si esa queda es aquello que nos queda de España a los españoles?

De un estupendo soneto de Calderón en que parece arder luminosamente la rueda del más artificioso fuego imaginativo de su barroquismo, es este verso final que dice: "lo que te queda es lo que no te queda".

Esa rueda que se deshace tan barrocamente como una rueda de artificioso fuego centelleante, en el soneto de Calderón, como si lo fuera de la fortuna humana, es, nos dice el poeta, la que nos deja lo que no nos deja.

"Lo que nos queda es lo que no nos queda". ¿Lo que nos queda de no salir del paso es algo más que no salir del paso? Pues, ¿qué le queda al que se sale? No salir del paso. Entrar en la queda. ¿Qué será esto? Vamos a preguntárselo a nuestros quedados pasajeros del 98. 

Rubén Darío, Valle-Inclán, Maragall; Unamuno... registran sus voces imperecederas en la poesía española señalándonos en el alma, dejándonos en ella una queda espiritual que las estremece, musicalmente, con fervor de grito y de canto: de cántico. Es una exaltada pasión de vida y muerte cercada, con armoniosísima musicalidad, de soledades y silencios. Hay como un cerco enorme de montañas, abiertas al mar, que hacen eco, por el paisaje, a esos lenguajes vivos. Hay un quedarse en lo que pasa en el empeño unamunesco de buscar paz en la guerra o entrañada en la revolución -como él decía hacia 1934-. El quietismo estético -y extático, sin redundancia-, de Valle Inclán, es también una voluntad de quedarse en lo pasajero. Y hasta encontramos un remanso a su catarata de armonías, cadenciosamente prolongada por la voz del mar, con pozos de amarga modulación melódica en la voz de Darío: "sonante el paso en la armoniosa orilla".

¿En qué quedamos?, y no solamente ¿qué nos queda?, parecen preguntarse estos escritores, esos poetas, que sienten que la sangre española les quema los pulsos con ardorosa fiebre que prende en ellos su delirante afán estremecedor. Quemante en los versos de Darío como en las prosas encendidas como leño seco de Valle-Inclán, que arden en llamarada gesticulante de sombras vivas, crepitantes, crujiente, gritadora. También en Maragall, cuando aquella quietud, paz, sosiego que decimos de su verso, se nubla entre peñascales, nocturnos, como los que rodean a la Virgen de Nuria; "voltada de soletats". Y más dolidamente grita aún esta fiebre, este delirio, como en hondo quejido hiriente, en muchas páginas unamunescas, escritas con esa sangre viva, y desangradas, descarnadas por ella, hasta hacerse "lenguaje de hueso trágico".

Una quietud hecha de inquietud como aquella del muro de los siglos victorhuguesco ("una inmovilidad hecha de inquietud"), es la que tiembla, se estremece, invisiblemente, por la palabra humana, cuando ésta nos parece más inmóvil, más quieta. Así se nos aquieta el pensamiento conmovido, el sentimiento, de lo español, en el verso de Antonio Machado, en la prosa de Azorín, al remanso claro, transparente, con que la inquietud de lo pasajero se espeja misteriosa en lo eterno.

No hay que salir del paso para entrar en la queda. Esa queda con que nos miran, desde sus espejos luminosos, con imágenes cada vez más vivas, los libros de Cervantes, los lienzos velazqueños. De ese "maravilloso silencio" parecería tejida la estremecedora palabra lírica del poeta andaluz. Diálogo del hombre con el tiempo -nos dice-, que es la poesía. La temerosa, temblorosa, prosa de Azorín, cada vez más evadida de sí misma, nos dijo, más bien, que es como un ignaciano ejercicio espiritual de examen de conciencia. "El paisaje es un estado de conciencia", dijo Byron. "Del alma", repitió Amiel. "El lenguaje como paisaje" -y la recíproca: "el paisaje como lenguaje", que decía nuestro otro don Miguel- parecen espejarse ya, a nuestros ojos, en la prosa de Azorín y el verso de Antonio Machado, de muy distinto modo. La obra literaria de Azorín nos parece, españolamente estremecida, como una anatomía del desengaño. La de Antonio Machado, temblando de su propia españolidad, como una finísima, tenue, delgada, transparente dialéctica de la desesperación. De la desesperación por la esperanza y para la esperanza: "Que el arte es largo y además no importa".



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