LA VENTANA

Jorge Luis Sagrega

Mi nueva casa está enclavada en la ladera de una montaña. La parte oeste, el fondo, se encuentra casi contra la mole de piedra; uno sale al patio y se topa con una especie de muro, un tapial infranqueable.

Muchas tardes he permanecido en el patio esperando que los rayos del sol entibiaran un poco ese lugar, pero la espera ha resultado inútil. Creo que el fondo de la casa no tiene ninguna posibilidad de recibir el sol, al menos mientras tenga la montaña atrás. En cambio el frente, orientado hacia el este, ofrece otra visión. Me gusta comparar mi nueva morada con la luna misteriosa que gira a nuestro alrededor mostrándonos siempre la misma cara. De chico debo haber soñado esta casa y este lugar. Tuve que andar mucho para encontrarla.

Sin embargo, hay algo (acaso insignificante para algunos) que valida tanto a semejante manifestación de la naturaleza como a la casa misma: la ventana. Si no fuera por la ventana, no tendría aquella cortina de pinos que, excelsa, se levanta al sur, ni los tilos, ni los robles, ni los pájaros, ni el sol tendrían sentido porque para mí, al no poder verlos, no existirían. Si no tuviera ventana, mi habitación sería lúgubre, húmeda, mi estancia aquí se volvería insoportable, se me cerraría el pecho y no podría respirar.

Todas las mañanas me levanto al amanecer. La casa, creo haberlo dicho, está orientada hacia el este. Por eso los primeros rayos de sol los recibo plenamente en la cara. Es una sensación muy reconfortante. Parecen las caricias de mamá cuando me despertaba para ir a la escuela... ¡Ah, qué hermosa evocación!. ¡Cuánto daría por volver a ser aquel niño!. Sin embargo, el despertarme con las mejillas tibias ocurre sólo en algunos meses del año. Si la cama no estuviera atornillada al piso, la iría moviendo de aquí para allá para seguir el calor. En el invierno anterior fue una verdadera delicia calentarme las manos en la pared que daba el sol.

La ventana da al valle y, en el poco tiempo que hace que estoy aquí, ya vi pasar las cuatro estaciones del año. Al sudeste hay un monte de duraznos. Es sorprendente que esas plantas, que en otoño y en invierno parecen esqueletos, en primavera se llenan de flores rosas... Recuerdo que unas semanas antes de la floración, unas flores amarillas llamadas yuyos de sapo habían inundado todo el monte; parecía una puesta de sol. Y entonces, súbitamente, aparecieron las primeras flores de los durazneros. Me resultaba imposible permanecer ahí contemplando semejante paisaje. Me alejaba de la ventana, caminaba por la pieza sacudiendo la cabeza: “Esto es increíble”, me decía a mí mismo. Algunas veces lloraba desconsolado. Otras, sonreía con serenidad, como rendido, tal era mi incapacidad para abarcar tanta belleza. En otoño el lugar también tiene sus encantos: la lluvia repiqueteando en el vidrio de la ventana es un arrullo: “Buenas noches, mi bien, entre flores descansas, duerme niño feliz, que vigila mi amor”... El viento del oeste cruza la ladera zamarreando los árboles; cuando cesa, el espectáculo que brindan las hojas caídas es maravilloso. La pendiente parece cubierta por una lámina de cobre.

Ahora estamos próximos al invierno. El clima es apacible. No hace nada de frío. Llevo puesta una camisa blanca de mangas cortas y un pantalón (también blanco) muy práctico, con elástico a la cintura. Está atardeciendo. Todas las tardes, incansablemente, el sol lleva la sombra de la casa hasta la montaña que está enfrente. A pesar de que los ojos me quedan ardiendo igual que  cuando tengo fiebre, el espectáculo es digno de ser contemplado. A eso de las 3 de la tarde comienzan a vislumbrarse las primeras sombras y es como encontrarse frente a una casa de muñecas. Luego, segundo a segundo, a medida que cae el sol (en este momento es imprescindible no quitarle de encima los ojos a la montaña), la sombra de la casa empieza a levantarse, piedra por piedra, hasta quedar convertida en un verdadero castillo.

Tengo la ventana abierta, escucho las gotas del rocío que caen sobre el pasto recién cortado, aspiro profundo y las fragancias entremezcladas de los jazmines y de los tilos acarician las paredes blancas de mi habitación y salen, como olas jugando en la arena. El pasto quedó muy verde, parejo; parece un acolchado que me dice: “¡Juanjo, vení!...” Tengo ganas de saltar por la ventana pero no puedo, está la reja. Correr por la pendiente, los brazos extendidos al cielo, las manos bien abiertas, y el viento cantándome en los oídos. Emborracharme de sol, nada que se interponga en mi camino, correr con los ojos cerrados, sin temores... No como cuando era chico, que siempre se estaban cruzando los autos, o las vecinas con su bolsa de los mandados, o los pies de mis compañeros que, finalmente, conseguían su propósito: verme revolcado por el suelo.

Entiendo que todavía no puedo salir; el doctor le ha dicho a mamá que estoy enfermo. No importa. Total, en la pieza tengo todo lo necesario: la pileta, la canilla, la toalla marca “San Pantaleón”. Espejo no tengo. En casa había uno, pero estaba demasiado alto. Si quiero peinarme, doy vuelta el plato de la comida, que es de acero inoxidable. También puedo peinarme en el vidrio de la ventana. No tiene demasiada importancia estar peinado o despeinado; lo que interesa es mirar afuera.

Ahora estoy viendo una nube en el fondo del valle. Está muy quieta, parece delineada con un lápiz gris topo. Tiene la apariencia de un ventisquero. ¡Qué alegría, nunca vi nevar! Cómo deseo que en la próxima Navidad nieve, aunque sea por única vez en mi vida, así voy a poder estar abrazado con mamá en el sofá de tela que hay en el living, el hogar prendido, no importa que afuera el frío queme en los canteros las alegrías del hogar. Me es fácil imaginar que camino por la cresta del ventisquero, el  viento sujeta mis cabellos, me tira para atrás y hace que la camisa y el pantalón me chicoteen la espalda y las piernas... Es difícil avanzar. Resbalo en el piso mojado, debe ser porque tengo puestas las chinelas que me hice con el oso de peluche que me regaló mamá. Me detengo en el lugar. ¡Esta mole de hielo y piedra es imponente, gris! El ventisquero sube empujado por el viento. Mi cuerpo parece desintegrarse y querer fundirse en él. Hace demasiado frío aquí... ¿¡Ruidos!? ¡Ah!

Es mamá, mamita. Reconozco sus pasos... ¡Sshh! Ahora está sacando el llavero del bolsillo de su delantal; oigo el tintinear de las llaves entrechocándose entre sí. Puso la llave en la cerradura. Una vuelta... Otra... Ahora está quitando el pasador. Sé lo que va a pasar. Va a retarme porque, según dice, golpeo mi cabeza contra la pared. Una vez más le voy a hablar de la ventana, por la que puedo abarcar toda la belleza que me rodea. Y una vez más va a decirme que no existe tal ventana, sólo una pared blanca y lisa. “Es verdad, sólo una pared”, tendré que decirle, para que no me lleven a la habitación del fondo. Es el único modo de que pueda seguir abriendo, aunque sea apenitas, para mirar el paisaje y dejar que entre un poco de aire fresco.

 

    

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